Reflexiones en torno de la idea y práctica

de la historia regional1

 

Ignacio del Río Chávez*

 

En esta recensión colectiva de los trabajos y las producciones historiográficas que se han hecho hasta ahora en nuestro ya sexagenario Instituto de Investigaciones Históricas a mí me correspondió hablar de la historia regional, de la medida y las formas en que, en este Instituto, nos hemos ocupado de hacer o promover una historia tal, una historia que deba o pueda legítimamente ser calificada de regional. Pero tengo que decir que, como preparé esta exposición lejos de la sede del Instituto, en la ciudad de La Paz, Baja California Sur, donde no tuve a mano la colección completa de las obras que han aparecido con nuestro sello editorial, no estuve en posibilidad de hacer un conveniente seguimiento de lo que, a lo largo de estas seis décadas, han sido nuestras contribuciones al estudio de la historia regional mexicana. Por eso pensé que más que de nuestros libros podría ocuparme aquí de reflexionar, junto con ustedes, acerca de las razones que pueden justificar los trabajos de historia regional y de lo que puede significar el que éstos se realicen hoy en día.

Independientemente de esta situación, debo admitir que no hubiera podido cumplir mi compromiso procediendo sin más ni más a hacer un recuento de autores, obras y empeños, entre otras razones porque, contrariamente a lo que mucha gente suele pensar, el empleo de un enfoque histórico regional no es algo que en todo caso resulte evidente,  no es algo que se desprenda del solo título de una obra de historia o del mero enunciado de su temática. De ponerse uno alegremente a meter en el saco de la historia regional todo aquel libro o artículo que incluya en su título la referencia a algún espacio histórico geográficamente delimitado e identificable, que sea de menor extensión que el todo nacional, se correría el riesgo de que se cuestionara la adjudicación bajo el argumento de que algunas de esas obras no serían estrictamente de historia regional. Y de seguro habría razón para ese señalamiento.

Sé que no faltaría el crítico radical que dijera que ninguna de tales u otras parecidas obras podía ser considerada como de historia regional, simplemente porque la historia regional no existe, pues, aunque se hable de ella y algunos historiadores vivamos en la ilusión de que la cultivamos, es, diría nuestro crítico, “una disciplina poco menos que fantasma1”, ya que no se la ha llegado a sustentar teórica y metodológicamente.

Déjenme aclarar que esto último que he dicho es, en síntesis, la idea que sostiene mi estimado amigo y distinguido colega Manuel Miño Grijalva en un artículo suyo que tiene como título la interrogante “¿Existe la historia regional?”, artículo que ha sido publicado recientemente en la revista Historia Mexicana y premiado luego por el Comité Mexicano de Ciencias Históricas.2 No podré dejar de controvertir varios puntos de ese escrito —lo haré un poco más adelante— porque no hacerlo sería como aceptar sin réplica lo que allí se dice —el que calla otorga—, y, si resultara que el doctor Miño tiene razón en lo que afirma, yo habría venido a hablar aquí ni más ni menos que de una quimera. 

En realidad pienso que por varias válidas razones sí podemos hablar con toda legitimidad de una historia que admita la calificación de regional, aunque sé que el tema pide siempre ser considerado con una prudente reserva y ánimo crítico porque se presta mucho a confusión. Es más: debemos hablar siempre con una prudente reserva y ánimo crítico de todas y cada una de las que llamaré “historias calificadas”, que son aquellas expresiones del hacer historiográfico cuya larga y siempre abierta nómina incluiría especímenes como el de la historia económica, la historia cuantitativa, la historia serial, la historia de las mentalidades, la historia cultural, la microhistoria, la historia regional, la historia urbana, la geohistoria, la ecohistoria, la etnohistoria, la historia conceptualizante, la historia social, la historia de la sociedad —que sería distinta de la anterior, según declaraba Hobsbawm—, la historia rural, la historia demográfica, la historia de la vida cotidiana, la historia política, la historia diplomática, la historia de las ideas, la historia de las civilizaciones, la historia prosopográfica... Creo que tengo que cortar aquí esta lista, que podría crecer más todavía, sobre todo si agregáramos variables como las de clásica, décimonónica hecha hoy en día (vale decir, atrasada), nueva, novísima, futura (o, por lo menos, del siglo xxi entero, que ya hay quien hable de esa modalidad), con enfoque de género, comparada, italiana (subespecie vanguardista de la microhistoria, se diría), y no sé que otras más. 

Pero antes de discutir si la calificación de regional aplicada a estudios históricos puede estar justificada, o en qué casos y con qué salvedades puede estarlo, conviene que nos preguntemos por la materia misma que se está calificando, por la historia en general, la historia sin calificaciones, sin adjetivos. 

Comúnmente aceptamos los historiadores —y por supuesto que no sólo nosotros— que todo lo que hace, dice, piensa, experimenta, padece, goza, emprende, logra, malogra, vive, pues, el hombre es historiable, esto es, puede ser objeto de una reconstrucción discursiva y un análisis histórico. Tenemos además por cierto que todos los distintos aspectos de la vida humana, de la vida social del hombre, de la vida del hombre en sociedad, están relacionados entre sí en alguna forma y grado, que se influyen y condicionan unos a otros, de allí que ninguno de ellos pueda ser cabalmente comprendido en su desarrollo si, con fines de estudio, se decide examinarlo abstrayéndolo por entero de su contexto histórico.

El hombre unidimensional no existe, o, vamos, no es el que interesa al historiador. Decía Marc Bloch: “cuidémonos de no considerar al Homo religiosus, al Homo economicus, al Homo politicus [...] como otra cosa de lo que en realidad son: cómodos fantasmas[...] El único ser de carne y hueso es el hombre sin más, quien a su vez reúne todo aquello”.3  

Podemos los historiadores estudiar al hombre que produce bienes, que los hace circular o que los consume, pero no lo concebimos sino actuando en ámbitos sociales dados, nunca exentos de contradicciones; no lo podemos ver sino estrechado por marcos normativos e institucionales, respondiendo de alguna manera a su condición de animal político, portador siempre de una cultura establecida y, no obstante ello, dinámica; constreñido por factores del orden natural, pero también enfrentado a ellos, resistiéndolos o modificándolos; capaz de ser movido por resortes ideológicos y de obrar a veces aun en contra de sus propias conveniencias económicas, creador y destructor al mismo tiempo.

Estas certezas hacen que el historiador, aun cuando se encuentre estudiando un proceso histórico particular —económico, social, político, ideológico o de la índole que sea—, tenga que lanzar su mirada indagatoria en todas las direcciones que su inteligencia y su malicia de investigador le indiquen. Los problemas de investigación que el historiador se plantea pueden y deben estar apoyados en formulaciones teóricas extraídas de las ciencias sociales; las soluciones que propone, en cambio, no son —o no deben ser— autocontenidas, esto es, acotadas por alguna disciplina científica particular. El historiador que, por ejemplo, tratara de explicar los procesos económicos como si su curso y desarrollo obedeciera tan sólo a lo que pudiéramos llamar una “racionalidad económica” —que sería la racionalidad propuesta por la ciencia económica, o, más bien, por alguna de las expresiones de la ciencia económica— correría el riesgo de ofrecer explicaciones equívocas o insuficientes. No suelen bastarle al historiador las nociones de una sola de las ciencias sociales; necesita ver el conjunto de éstas como una reserva teórica disponible y, además, susceptible de ser enriquecida por la misma investigación histórica. Por eso bien podemos decir que los procedimientos del historiador son por definición multidisciplinarios y que, si en cierta medida son tributarios de las ciencias sociales, hay en ellos también un considerable grado de autonomía. 

Por lo demás, es de decirse que, cualesquiera que sean los problemas de investigación que el historiador pretenda resolver en cada uno de sus trabajos, lo que él ha de contribuir a explicar es, en última instancia, el complejísimo y abigarrado proceso histórico global, tarea que tenemos que admitir que también han reclamado como suya algunas de las ciencias sociales, como la sociología o la antropología.

Muchos son los caminos por los que transitan los historiadores para abordar la abrumadoramente complicada, vasta y fluente materia que estudian. Muchos y muy variados son también los aspectos de la vida de las sociedades humanas que suelen ser tomados por los historiadores como temas de estudio. Muchos, en fin, son los recursos teóricos, metodológicos o puramente técnicos que la gente de este oficio o profesión utiliza para tratar de avanzar en la comprensión de los procesos históricos específicos que  pretende desentrañar en cada una de sus investigaciones. Y es precisamente esa pluralidad de direcciones, objetivos y procederes la que nos ha llevado a calificar algunas de las modalidades del hacer historiográfico, a calificarlas con fines meramente de identificación, sin más propósito, digo yo, que el de señalar la común presencia de ciertos rasgos pretendidamente ejemplares en algunos conjuntos de estudios históricos.

Hace ya un buen tiempo decía yo en una ponencia que presenté en un congreso dedicado a discutir el tema de la historia regional (ojalá que se alcance a percibir el sesgo irónico del texto):

Muy en boga anda eso de calificar la historia. Lo hemos venido haciendo en un intento de anunciar especificidades no tanto de la materia histórica, que no puede desarticularse a capricho, cuanto de nuestro hacer como historiadores. Así hablamos, por ejemplo, de historia cuantitativa, en la idea de hacer explícita la orientación metodológica que nos seduce, o de historia económica, con lo que queremos indicar el tipo de fenómenos que decidimos estudiar justamente porque los consideramos de la mayor importancia.

A los del gremio, las calificaciones nos han resultado provechosas sin duda alguna, pues gracias a ellas hemos podido ostentarnos como historiadores especializados y, a veces, hasta especializados en algo que reclamamos como territorio de puritita avanzada. Tienen las dichas calificaciones el inconveniente de que fomentan la idea de que en la investigación histórica existen compartimientos estancos, pero no podríamos decir que son de suyo nocivas. Tampoco sería justo afirmar que son irremediablemente superfluas. Puede esa práctica calificatoria hacerse pertinente y tener sus ventajas siempre que, además de trabajar con seriedad en lo nuestro, convirtamos la historia calificada en un motivo para la continua reflexión sobre la historia genérica, la historia a secas.4

 Por supuesto que las calificaciones con las que tratamos de distinguir los haceres historiográficos de nuestro tiempo no constituyen una clasificación sistemática de éstos. En unos casos se ha  calificado la historia para indicar de qué índole son los fenómenos tomados como objeto central de estudio, en otros para señalar el tipo de fuentes utilizadas, en otros para dar cuenta del uso de ciertas técnicas, en otros más para destacar el empleo de algún recurso metodológico particular. Si se reconoce su carácter meramente indicativo, la calificación de la disciplina de la historia no es de suyo nociva, como decía yo, ni enteramente superflua. El título Sevilla y el Atlántico (1550-1650) nos sugiere, aunque vagamente, el gran asunto de una investigación histórica, pero si se dice que se trata de una obra apoyada en fuentes seriales y en la que se hace historia cuantitativa se estará proporcionando un dato interesante acerca de la forma en que esa obra fue producida y es presentada.

Elementos meramente descriptivos, pues, las calificaciones no suponen en modo alguno una valoración de los estudios históricos a los que se aplican. Tampoco puede haber entre las historias calificadas una relación jerárquica, ni hay entre ellas alguna que contenga o subsuma a todas las demás, ni siquiera la llamada “historia total”, que no es una historia plenamente factible sino algo así como la estrella polar hacia la que apuntan todas las historias calificadas, cada una de ellas con sus sesgos particulares. Casi al final de la ponencia que cité hace un momento hacía yo la siguiente consideración:

Todas las historias calificadas han de ser entendidas como parciales y complementarias o no explicarán nunca nada. En todo caso, la calificación más definitiva es a la postre, como alguna vez le oí decir a mi colega Virginia Guedea, la que se refiere a la buena o la mala calidad de los estudios históricos.5

No es obligatorio para el historiador establecer de manera explícita el tipo de historia que se propone hacer con la investigación que tenga en curso. Sabe uno qué fenómenos está empeñado en estudiar, qué procedimientos tiene que emplear para tratar de resolver los problemas de investigación que se haya planteado, qué tipo de fuentes le proporcionan la información que requiere y qué técnicas especiales le es conveniente utilizar, pero no tiene uno por qué sentirse obligado a someterse a los cánones consagrados, si los hubiera, de alguna historia calificada.

Suele suceder que el investigador ni siquiera sepa cómo catalogar cada uno de los estudios que realiza y publica. Se pueden tener dudas a ese respecto, por ejemplo, cuando en el estudio de marras concurren de manera simultánea elementos de los que se consideran definitorios de varias de las historias calificadas o bien cuando esos elementos no se presentan en el estudio en un grado significativo. Puede ser también que falten todos esos elementos, de modo que el estudio no pueda ser puesto bajo el rubro de alguna de las historias calificadas que tengan ya entre nosotros carta de naturalización. Se da, en fin, el caso, y con mucha frecuencia ciertamente,  de que el menos interesado en calificar su trabajo sea el propio historiador, entre otras posibles razones porque esté convencido de  que la calificación es una mera etiqueta identitaria que no tiene nada que ver con la solidez ni con la posible trascendencia de la obra historiográfica resultante.

La historia calificada que Manuel Miño dice que no existe como una disciplina con fundamento teórico-metodológico propio es, como ya lo dije, la historia regional. Y yo estoy enteramente de acuerdo con él: la historia regional no es ni puede ser una disciplina historiográfica discreta y autónoma, que encuentre su fundamento teórico-metodológico en alguna de las ciencias sociales en particular. Ninguna de las historias calificadas, tan numerosas y heterogéneas como hemos visto, es una disciplina de ese tipo, ninguna podría satisfacer la exigencia de poseer ese fundamento teórico-metodológico propio y exclusivo —subrayo este término: exclusivo—, que nos autorizara a tenerla como una disciplina historiográfica particular con estatuto científico incuestionable. Si reclamáramos esto mismo respecto de historias como la serial, la cuantitativa, la conceptualizante y algunas otras de igual jaez no nos quedaría más remedio que declararlas fantasmales. Tampoco podríamos decir que historias como las que llamamos económica, política o social, por ejemplo, cobran, ellas sí, una existencia real tan sólo porque los cientistas sociales nos han hecho el favor de formular y poner en circulación diversas teorías económicas, políticas o sociológicas, teorías que, por más que mantengan su vigencia en un momento dado, son siempre cambiantes, dinámicas, y en algunos casos divergentes e, incluso, contradictorias entre sí, aun cuando figuren dentro de un mismo corpus científico. 

Es enteramente cierto que hasta ahora no se ha conformado una ciencia de lo regional —tal vez porque resulte innecesaria—, pero no convence el argumento de que la falta de esa ciencia anula definitivamente la legitimidad teórica y la posible plausibilidad de todo trabajo de historia regional. Tampoco podemos aceptar la prejuiciada opinión, expresada por Manuel Miño, de que los investigadores que hemos pretendido hacer historia regional trabajamos siempre de manera empirista, sin plantearnos  problemas de investigación ni proponer hipótesis para resolverlos, y, por consiguiente, sin poder explicar plausiblemente proceso histórico alguno.6  Por más que yo entienda —o crea entender— a qué se deben los equívocos de Manuel Miño, no puedo dejar de sorprenderme cuando leo que en su artículo dice que “es... claro el hecho de que ‘el historiador regional’ parece más bien un eslabón en la transición entre el cronista y el historiador profesional”.7  Haciendo a un lado lo del título de “historiador regional”, que es como llamar a algún colega “historiador económico” o “historiador prosopográfico”, es obvio que no puede uno agradecer el que se diga que los que hacemos historia regional somos más que meros registradores de hechos, aunque no llegamos a ser historiadores con toda la barba. Según esto, pues, a causa de nuestra malhadada vocación quedamos excluidos del sector selecto del gremio. 

Manuel Miño descalifica toda la historia regional sin distingo alguno, porque ve que no se ha logrado dotarla de un sustento teórico-metodológico propio. Yo, por mi parte, considero más bien que la historia regional comparte teorías y métodos con las otras historias calificadas y que puede ser una opción tan válida como cualquiera de éstas, siempre que sea historia de buena factura. Pienso también que la historia regional de buena calidad no es la que simplemente informa, sino la que explica, la que formula y resuelve plausiblemente una problemática de investigación, la que se sustenta en planteamientos teóricos y se construye con rigor metodológico, según lo exige Miño. Reconozco que no toda la historia que corre con el título de regional tiene estas cualidades, pero eso pasa hasta con las historias calificadas de más distinguida prosapia.

Por supuesto que no todos los que tratamos de encontrarle un sentido válido a la historia regional pensamos igual ni partimos de los mismos supuestos. Diré, por ejemplo, que yo tomo mi distancia respecto de ciertas concepciones que llamaré esencialistas, según las cuales las regiones —las de México, por ejemplo— son una especie de entidades históricas unitarias, más integradas en sí mismas que con su entorno, claramente distinguibles por cualquier observador del pasado o del presente, y que, no obstante que se han ido transformando a lo largo del tiempo, poseen en su naturaleza algo inefable que tiende a perdurar largamente y que es lo que nos permite seguir identificando a cada una de ellas como una misma región. No es la mera e incontenida realidad histórica la que se supone que se prolonga en el tiempo, sino la realidad histórica configurada como región, el espacio parcializado por el propio desarrollo histórico. El supuesto no explícito que subyace aquí es el de que el territorio es el elemento que da permanencia a la región. Para quienes asumen que la realidad histórica está organizada regionalmente, el problema no es definir la región, sino simplemente identificarla. 

Dentro de esta línea de pensamiento hay posiciones extremas tan insensatas que no merecerían ser tomadas en cuenta si no fuera porque Miño las exhibe como si se tratara de una prueba de los absurdos en que supone él que incurrimos los que tratamos de hacer historia regional. Totalmente desatinada es la posición de ciertos colegas que Miño cita y critica, que conciben la región como una especie de bloque histórico, como una totalidad constituida cuyo desarrollo histórico sólo puede ser esclarecido mediante estudios totalizadores. Para quienes proclaman estas ideas, la historia regional es la historia de las regiones estudiadas como totalidades, cosa que, en verdad, nadie ha conseguido hacer hasta ahora, que se sepa. Estos colegas, a los que Miño llama “todólogos”, además de declarar que los que hacemos historia regional estamos obligados a tratar simultáneamente y a cabalidad todo lo que ha sucedido a lo largo del tiempo en la región estudiada, ya que de lo contrario no estaríamos haciendo historia regional, pretenden ilustrar su propuesta dizque metodológica ofreciendo listas de temas o rubros a estudiar, las que no pueden ser sino enteramente arbitrarias y ociosas.8  Lo peor es que esas listas de ocurrencias sean presentadas por quienes las formulan como los “lineamientos metodológicos” que tienen que seguirse por fuerza para hacer una historia regional “digna de ese nombre”.9   

Si son acertadas las consideraciones críticas que Manuel Miño hace respecto de este tipo de pronunciamientos, yerra al pensar que sus autores son exponentes de las inquietudes que nos mueven a todos los que en nuestro país hacemos historia regional. No; las de estos colegas son expresiones personales que sólo los comprometen a ellos. Creo que la manera más prudente y razonable de proceder cuando se pretende conocer y valorar lo que se hace en México a título de historia regional es someter a examen una muestra significativa de obras historiográficas que tengan esta orientación y que, además, sean de la mejor calidad. No se vale limitarse en esto a la sola consideración de algunos exabruptos que, además de serlo, resultan inexplicablemente pretenciosos.

Se aplica una lógica alrevesada cuando se sostiene que, puesto que se ha hecho dictamen de que la historia regional carece de sustento teórico-metodológico, todos los trabajos que se elaboran en la pretensión de hacer historia regional tienen que ser meras acumulaciones de datos, mientras que los trabajos que tienen algún mérito como propuestas explicativas no pueden, por esto mismo, ser considerados como de historia regional, aunque estén dedicados al estudio de regiones, como, según el dicho de Miño, pasa, entre otras, con las obras de Claude Morin, Carlos Martínez Assad, John Womack o Héctor Aguilar Camín.10  Yo no sé si estos colegas admitirán que en sus respectivas investigaciones utilizaron la regionalización como recurso metodológico, pero es evidente que, en mayor o menor medida, con sus obras han logrado lo que perseguimos por lo menos algunos de los que cultivamos la historia regional.

Hace tiempo me atreví a afirmar que si no lográbamos definir las regiones era seguramente porque no existían. Y me preguntaba: “Si no hay regiones que lo sean de suyo, ¿qué hay entonces, puesto que hemos de suponer que la realidad histórica existe?”. Mi respuesta era y sigue siendo la siguiente:

Lo que hay evidentemente es una realidad diversificada, una realidad que se diversifica de muchas maneras; pero como se trata de una realidad, la histórica, domiciliada en el espacio, podemos decir que el espacio es también un dato y un factor de esa diversificación. Esa realidad se encuentra articulada —bien que sus articulaciones puedan ser muchas, también diversas, de distinta extensión, de distinta profundidad—, pero no está en sí misma organizada regionalmente y menos de un modo que pudiéramos describir como de tipo insular.

En el espacio —sigo citándome—, la realidad histórica registra continuidades y rupturas, como también ocurre en otra de sus dimensiones básicas: la del tiempo. Imaginar que un país es en sí un racimo de regiones creo que es un error, aunque se hable de una regionalidad dinámica. Nosotros somos los que lo regionalizamos, y lo hacemos como un recurso metodológico, como un modo de delimitar posibles universos de análisis[...] Yo diría con Eric van Young que en un estudio histórico como los que nosotros hacemos la región es siempre una hipótesis a demostrar. No es cosa, pues, de puro capricho, sino de justificación metodológica.

 Las regiones que refiere la expresión “historia regional“ son virtuales, son acotamientos del espacio histórico que utilizamos como recursos metodológicos para el efecto de “delimitar posibles universos de análisis”, siempre en función de una problemática específica de investigación. No pensemos que toda posible delimitación del espacio hace una región, pues entonces tendríamos que aceptar que también son regionalizaciones metodológicas las que hacen los que consideran que las regiones son como las uvas de un racimo, que están allí a la vista y se pueden ir separando y desprendiendo una por una para comerse —o sea, para estudiarse—, o las de los que suponen que las regiones son esas mismas uvas, pero constituidas en bloques históricos cerrados de los que en todo caso deben hacerse estudios totalizadores porque, dicen, estudiar un solo aspecto de ellos puede ser historia, pero no historia regional. Tengamos claro que la regionalización es metodológica si la hace el historiador en función de problemas de investigación, no cuando, por suponer que la realidad histórica está de suyo regionalizada, no se hace sino dar el nombre de regiones a espacios que desde algún punto de vista, ya geográfico, ya histórico, nos parecen unitarios.

Región es una noción relativa que sólo cobra sentido en la medida en que se la relaciona y contrasta con la noción de totalidad suprarregional. En historia, en la buena historia regional, se estudia la región no con el objeto de desprenderla de su contexto y aislarla, sino con el de examinarla sin perder de vista el todo que la contiene, pues de lo que se trata precisamente es de hacerse de elementos que permitan entender a la vez los procesos históricos que se dan en el espacio acotado por efecto de la regionalización y los que se han conjugado para formar el todo del que la región es parte.

Hace mucho tiempo que vengo diciendo que hacer historia regional no es hacer historia de lo chiquito, lo menor, lo meramente periférico, sino que es un  modo de estudiar las realidades históricas suprarregionales, como sería, por ejemplo, la que suele verse o proponerse como la —llamémosla así— historia nacional, la historia de la totalidad nacional. Si aceptamos como premisa que nuestro país “es el resultado de una pluralidad de procesos formativos interrelacionados, no inconexos”, entonces será fácil entender por qué el de la historia regional no es nada más un enfoque posible para estudiar la historia del país, sino que es también un enfoque necesario. La divisa de esta historia podría ser: hay que tratar de entender y explicar el proceso histórico nacional “en su variedad y en sus múltiples formas de articulación”.

Déjenme decir de paso que esta divisa le convendría palmariamente a un libro de Manuel Miño que se llama El mundo novohispano. Población, ciudades y economía. Siglos xvii y xviii, que tiene un extenso capítulo titulado “Las ciudades y las regiones...”, en el que se incluyen apartados en los que el autor estudia “La ciudad de México y el centro de la Nueva España...”, “Puebla y su región...”, “Antequera y Mérida...”, “El Bajío...”, “Guadalajara y su región...” y “El norte minero y ganadero”.11  Me persuado de que esas aproximaciones a los espacios regionales se hicieron para dar cuenta de la diversidad de una realidad histórica, la de la Nueva España, y, al mismo tiempo, para poner en evidencia algunas de las formas en que esa realidad diversificada se articulaba.

Después de todo creo que, de ponernos a discutir sobre los puntos que he tratado aquí, Manuel Miño y yo seguramente llegaríamos a la conclusión de que en todo esto tenemos en realidad importantes coincidencias.

Ya sólo quiero decir para poner término a estas reflexiones que los buenos libros de historia regional aparecidos en los últimos años han contribuido si no a neutralizar del todo, por lo menos a atemperar el centralismo historiográfico que, en nuestro país, ha sido un lamentable reflejo del centralismo político. No puedo ocuparme ahora de esta situación, así que me conformaré con decir que cada vez es más improcedente hacer historia de México sin tomar en cuenta los estudios de historia regional. Qué bueno que ésta se cultive ya con una gran profusión tanto aquí en la ciudad de México como en la mayoría de los estados de la República, pero cabe desear que la historia regional que se haga sea siempre buena, muy buena, excelente de ser posible, pues, de otra suerte, hacerla será irremediablemente un esfuerzo perdido.

 

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* Ignacio del Río, doctor en Historia, sni3, investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la unam; e-mail: iderich@servidor.unam.mx

 

Notas:

 

1 Este texto fue leído como conferencia en el Instituto de Investigaciones Históricas de la unam el 26 de abril de 2005, dentro del ciclo titulado “El historiador frente a la Historia”, dedicado en esa ocasión a conmemorar el sexagésimo aniversario de la fundación de dicho Instituto.

2 Manuel Miño Grijalva, “¿Existe la historia regional?”, Historia Mexicana 204, v. li, núm. 4, abril-junio 2002, pp. 867-897.

3 Marc Bloch, Apología para la historia o el oficio de historiador, ed. anotada por Étienne Bloch, prefacio de Jacques Le Goff, trad. de María Jiménez y Danielle Zaslavsky, México, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 148.

4 Ignacio del Río, “De la pertinencia del enfoque regional en la investigación histórica sobre México”, en Ignacio del Río, Vertientes regionales de México. Estudios históricos sobre Sonora y Sinaloa (Siglos xvi-xviii), La Paz, B. C. S., Secretaría de Educación Pública, Universidad Autónoma de Baja California Sur, 1996, p. 162.

5 Ibidem, p. 173.

6 Dice Miño: “Es sabido que la historia regional tiene en su haber importantes logros y que ha alcanzado difíciles metas y objetivos, básicamente en el terreno del conocimiento de la información, pero que el gran ausente en esta abundante producción historiográfica es el relativo al análisis y reflexión de la metodología regional, porque no existe una metodología histórico-regional”. op. cit., p. 874.

7 Ibidem, p. 876.

8 Es el caso, por ejemplo, de Micheline Cariño Olvera, “Hacia una nueva historia regional”, en Pablo Serrano Álvarez (coord.), Pasado, presente y futuro de la historiografía regional de México, ed. en cd-Rom, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1998, Olvera  65, pp. 1-17. Esta autora piensa que, por la “escala humana” de las regiones, en el estudio de éstas pueden cristalizar “los paradigmas de globalidad y multideterminación” propuestos por los historiadores franceses de la escuela de los Annales. Otro colega que propugna estos abordajes totalizadores es Pablo Serrano; vid. el texto suyo citado por Miño Grijalva, op. cit., p. 874.

9 Cariño Olvera, op. cit., p. 14.

10 Miño Grijalva, op. cit., p. 880.

11 Manuel Miño Grijalva, El mundo novohispano. Población, ciudades y economía. Siglos xvii y xviii, México, El Colegio de México, Fideicomiso Historia de las Américas, Fondo de Cultura Económica, 2001, 448 pp.