El Fondo Piadoso de las Californias

Notas sobre su integración, su situación legal

y su aprovechamiento

 

Ignacio del Río*

 

Si una de las evidentes preocupaciones de los misioneros jesuitas que actuaron en tierras americanas era la de lograr que, tan pronto como fuera posible, sus establecimientos misionales llegaran a ser económicamente autosuficientes, respecto del caso de la península de California dichos religiosos tuvieron claro, aun desde antes de hacer allí sus primeras fundaciones, que su permanencia en las áridas tierras peninsulares y, con ella, el programa de evangelización de los indios californios dependerían de los recursos de aprovisionamiento que se pudieran mandar desde fuera.

Precisamente para asegurar ese apoyo exterior, cuando se decidió hacer la entrada fundacional el misionero autorizado para ello, el padre Juan María de Salvatierra, se dio a la tarea de constituir en la ciudad de México un fondo financiero de apoyo, para lo cual utilizó el recurso de las limosnas pías, las que pronto empezó a recibir con cierta suficiencia, sobre todo luego que logró entrar en contacto con algunos benefactores ricos y desprendidos, como lo fueron, por ejemplo, el castellano de Acapulco, don Pedro Gil de la Sierpe, y el presbítero don Juan Caballero y Ocio, radicado en la ciudad de Querétaro. Todos los fondos tuvieron que ser recabados entre personas o agrupaciones particulares, pues el rey tenía mandado por entonces que no se emplearan dineros del real erario para financiar la expansión hacia California, empresa en la que se habían gastado inútilmente considerables recursos de la Real Hacienda. Con los apoyos conseguidos inicialmente, a fines de 1697 el padre Salvatierra pudo pasar a la península y fundar la primera misión californiana: Nuestra Señora de Loreto.

Los caudales conseguidos en un principio se incrementaron pronto con otros que hicieron posible ir extendiendo el sistema misional en tierras peninsulares. Además de las entregas directas de recursos en efectivo, varios benefactores fincaron depósitos irregulares, cuyos réditos, tasados al cinco por ciento anual, habrían de servir para sostener las misiones que se fundaran. Se estimaba que para cubrir el sínodo de cada misionero de California era necesario asegurar un depósito de 10 000 pesos, que rendiría 500 pesos anuales.

Este esquema, consistente en tener los recursos de financiamiento impuestos sobre fincas ajenas, se mantuvo durante veinte años. A partir de 1717, por iniciativa del padre Salvatierra —el que, por cierto, murió ese mismo año— el dinero recolectado se empezó a emplear en la adquisición de propiedades rurales productivas, lo que demandó mayores atenciones administrativas, pero permitió asegurar la preservación y el buen rendimiento de los caudales entregados por los benefactores. Establecida esta línea de inversión, los jesuitas empezaron a adquirir por compra predios rurales o a recibirlos en calidad de donativos piadosos.

Las primeras adquisiciones de bienes raíces se hicieron, pues, en 1717. Ese año, la procuraduría de las misiones adquirió por compra 35 sitios de ganado menor y ocho caballerías de tierra de labor en la jurisdicción de San Pedro de Guadalcázar. También por compra se adquirió por entonces la hacienda de Guadalupe, situada en el valle de Acolman. A estas adquisiciones siguió la de 149 sitios de ganado menor y 35 caballerías de tierra,1  que no hemos podido averiguar dónde se localizaban, pero que habían sido propiedad del presbítero queretano Juan Caballero y Ocio.

Un sustancial crecimiento del fondo se dio un año después, cuando don José de la Puente Peña y Castejón, marqués de Villapuente, que sería uno de los más importantes benefactores de las misiones californianas, hizo donación de los predios llamados Nuestra Señora de los Dolores de Buzio, San José de Petigán, la estancia del Arbolillo o el Pino, la de Luis Marín, la de Teupa, la de Buxa, la de Coapa, la de Huapango, la de Arroyo Zarco, la de las Palmillas y el sitio llamado Otodejée. Se hallaban estas propiedades en las inmediaciones de la ciudad de México y en las jurisdicciones de Jilotepec y San Juan del Río.2

Años después, en 1535, el marqués y su prima, la marquesa de las Torres de Rada, donaron a las misiones californianas las haciendas de San Pedro de Ibarra, El Torreón y Las Golondrinas, así como tres sitios de agostadero localizados en el Nuevo Reino de León.3 A estos predios se agregaron años más tarde los ranchos de La Cañada de Santiago de Huautla, Santa María Magdalena, Santiago y San Luis de las Peras, entregados a la procuraduría de las misiones californianas por disposición testamentaria del marqués.4  Previamente, una prima de éste, doña Rosa de la Peña, hizo donación a las mismas misiones de varios agostaderos situados en el Nuevo Reino de León.5

Es de agregarse que muchos otros benefactores entregaron para la misma causa pía caudales en efectivo, a veces cuantiosos, como el que hizo la duquesa de Véjar y Gandía, que ascendió a más de 60 000 pesos.6 Con esos caudales, los padres procuradores compraron otros bienes raíces o fomentaron los que ya estaban integrados al fondo.

Como se ve, al paso del tiempo el número y el valor conjunto de las propiedades rurales productivas dedicadas a subvencionar los trabajos jesuíticos de evangelización en la península de California aumentaron notablemente, Entre las posesiones más importantes del fondo se contaron la hacienda de Arroyo Zarco, la de San Pedro de Ibarra, la de San Agustín de los Amoles y las llamadas Ovejas, Reinera de San Francisco Javier, San Ignacio del Buey, Huasteca, Huapango y Metales. Importante fue también la de Las Ajuntas de la Purificación, que es probable que se haya adquirido en fechas bastante tardías. Esta lista no es exhaustiva.

El Fondo Piadoso registró un incremento constante desde el año en que se instituyó hasta el último de la administración jesuítica. Calcúlase que en 1767, año de la expulsión, el valor de los bienes rústicos del fondo pasaba de los 800 000 pesos.7 Quizás esta cifra es corta, pues tan sólo tres de las haciendas del fondo, la de Arroyo Zarco, la de San Pedro de Ibarra y la de Las Ajuntas de la Purificación, tenían un valor conjunto de más de medio millón de pesos. La historiadora María del Carmen Velázquez calcula que en su totalidad los predios pertenecientes al fondo tuvieron una extensión aproximada de 918 kilómetros cuadrados, o sea unas 91 800 hectáreas, pero no explicita el modo como hizo ese cálculo, para el que quizá sólo tomó en cuenta algunas de las propiedades mayores.8

Conviene tener presente que el vasto conjunto de haciendas y ranchos pertenecientes al fondo estuvo bajo una administración unitaria, lo que seguramente permitió hacer transferencias de recursos de una a otras unidades productivas y uniformar así la solvencia económica de todo el complejo de propiedades, el que por su magnitud e integración orgánica fue un caso único en toda la Nueva España. No debemos dejar de considerar por lo demás de los padres jesuitas se caracterizaron señaladamente por ser buenos administradores de propiedades rurales.

El Fondo Piadoso estuvo formado por bienes inmuebles, ganado, aperos y productos. Pero hay que decir que, además, forman parte de él algunos caudales en circulante, tanto de lo que se recibía de parte de los benefactores como de lo que se obtenía por las operaciones comerciales y crediticias que constantemente hacían los padres administradores. La base del capital, sin embargo, fueron las haciendas agrícolas y ganaderas que se recibieron en cesión o se compraron por los propios jesuitas. La administración general de todos los bienes del fondo estuvo al cargo del padre procurador de las misiones de Californias, que era designado de consuno por el provincial de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús y el superior de las misiones californianas. Dicho procurador, que tuvo muy amplias facultades en cuanto a la administración de los bienes y productos del fondo, radicaba en el Colegio de San Andrés, de la ciudad de México.

Por cuanto que no hubo ninguna carta notarial constitutiva del fondo, la única manera de hacernos de una idea acerca de la situación jurídica en que estaban los bienes que lo formaron es procediendo al análisis de algunas de las más importantes escrituras de donación. Dos de ellas bastante explícitas son la que otorgó el marqués de Villapuente el año de 17189 y la que el mismo personaje y su prima la marquesa de las Torres de Rada otorgaron en 1735.10  Lo que se ve en ambos casos es que los donadores hicieron una donación “pura, mera, perfecta e irrevocable” de los bienes que en cada escritura se especificaban, y que dicha donación se hizo concretamente “a las misiones de California”, representadas para el caso por el padre provincial de los jesuitas y el padre procurador de las misiones de California. Esto creaba en realidad una situación ambigua en cuanto a los donatarios, por cuanto que “las misiones de California” no tenían la necesaria personalidad jurídica para obrar como sujetos de derecho. Lo que, en cambio, quedó claro en ambos documentos es que los jesuitas habrían de ser en todo tiempo los administradores de los bienes que se donaban, cuyos aprovechamientos debían destinarse enteramente al sostenimiento y fomento de las misiones de California.

Es evidente que hubo ambigüedad en cuanto a la propiedad de los bienes, lo que, digámoslo de paso, hizo posible que, a fines del siglo xix, casi un siglo y medio después de la expulsión de los jesuitas, el gobierno de los Estados Unidos, en representación de la diócesis de la Alta California, hiciera demanda judicial al gobierno de México para el pago de intereses no cubiertos del Fondo Piadoso de las Californias.11 Pero aquella ambigüedad, sin embargo no tuvo mayor significación en el tiempo en que los jesuitas administraron el fondo, cosa que hicieron sin impugnaciones y con la mayor autonomía.

No hay duda de que los bienes que constituyeron el Fondo Piadoso tuvieron un valor mucho mayor del que era necesario para sostener a los misioneros de California, a quines, según lo dijimos ya, se asignaba una pensión anual de 500 pesos. Contrastan sobremanera la relativa abundancia de los recursos manejados en la procuraduría de las misiones californianas y la pobreza en que vivieron los misioneros destacados en la península, obligados a poner en juego todos sus esfuerzos y su imaginación para hacer perdurar sus respectivos establecimientos, a los que, a causa del acabamiento general de los indios californios, asistía una cada vez más mermada legión de catecúmenos. Si bien no puede negarse que las condiciones del medio geográfico local impusieron drásticas limitantes al desarrollo de la producción económica en los establecimientos misionales peninsulares, es del todo claro que de los recursos generados por la explotación de los bienes del Fondo Piadoso sólo se destinaron a las misiones californianas los que se hacían mínimamente indispensables para que cada una de ellas estuviera atendida por un ministro, y no más que eso. Precisaremos que para el año de 1767 funcionaba en la península un total de catorce establecimientos misionales.

No habría sido fácil para los padres administradores del Fondo Piadoso explicar cómo era que aquel capital con valor de unos 800 000 pesos, administrado con gran eficiencia y por ello altamente productivo, no servía más que para enviar cada año 500 pesos en géneros a cada uno de los misioneros californianos y para hacer gastos esporádicos para la compra y reparación de barcos. Hubo en los últimos años de la misión jesuítica californiana un promedio de dieciséis miembros de la compañía trabajando simultáneamente en la península; esto quiere decir que las remisiones anuales a los misioneros alcanzaban el monto de unos ocho o 9 000 pesos. Y no se hacían más envíos regulares con cargo al fondo, ni para auxiliar a las comunidades indígenas, ya que sus respectivos ministros eran los encargados de repartirles telas de las que recibían a cuenta de sus sínodos, ni para sostener a los soldados, cuyos sueldos fueron pagados por la corona a partir de 1702.

La administración del Fondo Piadoso resulta, pues, cuando menos sospechosa. Quién sabe cuál haya sido el rendimiento anual de los bienes del fondo, pero sabemos que en el año de 1793 esos bienes, que para entonces ya tenían más de 25 años bajo la administración burocrática, rindieron 55 177 pesos.12 Cualquiera que haya sido el rendimiento anual de aquellos bienes en tiempos de los jesuitas es seguro que era mucho mayor que el valor de las memorias o conjuntos de géneros que solicitan anualmente los misioneros a cuenta de sus sínodos. Un remanente con valor de varias decenas de miles de pesos quedaba sin duda cada año en poder de la procuraduría de las misiones de California. De esos recursos deben de haber salido los que se emplearon en favorecer a varios colegios de la compañía otorgándoles préstamos en calidad de depósitos irregulares, a los que se fijaban tasas de interés preferenciales de hasta el tres por ciento anual, cuando la tasa usual para tales préstamos era del cinco por ciento anual.13

A manera de conclusión de estas notas hemos de señalar que, más allá de cualquier legítima prevención administrativa que hayan tenido los padres jesuitas, era profundamente contradictorio que el Fondo Piadosos de las California hubiera llegado a constituir una empresa económica bien consolidada, productiva y en permanente expansión, cuya utilidad manifiesta consistía en proveer de un magro apoyo a las lejanas misiones peninsulares, sumidas ciertamente en una completa e irreversible decadencia desde mucho tiempo antes de la expulsión de los regulares de la Compañía de Jesús.

 

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* Ignacio del Río, doctor en Historia, sni3, investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la unam; e-mail: iderich@servidor.unam.mx

 

Notas:

1 Datos tomados del Inventario de bienes y documentos existentes en la procuraduría de las misiones de Californias..., México, 11 agosto 1767, Archivo General de la Nación, México (agnm en lo sucesivo), Provincias Internas 213, fs. 259-356.

2 Escritura de donación, México, 4 febrero 1718, agnm, Californias 52, fs. 77v-89v.

3 Donación jurídica que el maestre de campo don José de la Puente, marqués de Villapuente, y doña Gertrudis de la Peña, marquesa de las Torres de Rada... hicieron a las misiones de Californias, México, 8 junio 1735, agnm, Misiones 14, f. 2v.

4 El hermano Juan Francisco Tompes, procurador de las misiones de California, dio por recibidos los bienes según escritura fechada en México, el 11 de noviembre de 1746. Este documento se encuentra en agnm, Californias 52, fs. 111v-115.

5 Testimonio de la cesión de los agostaderos del Nuevo Reino de León a las misiones de Californias..., Tacubaya, 26 noviembre 1741. Este documento se publica en María del Carmen Velázquez, El Fondo Piadoso de las Californias. Notas y documentos, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1985, pp. 200-204.

6 Francisco Javier Clavijero, Historia de la Antigua o Baja California, reed. de la trad. de Nicolás García de San Vicente, estudios preliminares de Miguel León-Portilla, México, Editorial Porrúa, 1970, p. 206.

7 Constantino Bayle, Historia de los descubrimientos y colonización de los padres de la Compañía de Jesús en la Baja California, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1933, p. 134.

8 Vid. María del Carmen Velázquez, Cuentas de sirvientes de tres haciendas y sus anexas del Fondo Piadoso de las misiones de Californias, México, El Colegio de México, 1983, p. 11.

9 Escritura de donación..., agnm, Californias 52, fs. 78v y ss.

10 Donación jurídica que el maestre..., agnm, Misiones 14, fs. 1 y ss.

11 Una descripción de esos absurdos litigios, en los que México resultó la parte perdedora, se hace en Antonio Gómez Robledo, México y el arbitraje internacional. El Fondo Piadoso de las Californias. La isla de La Pasión. El Chamizal, México, Editorial Porrúa, 1955, pp. 1-101.

12 Ibidem, p. 10.

13 En el Inventario de bienes..., agnm, Provincias Internas 213, fs. 321-322v y 341 y ss. se consignan algunos de estos depósitos irregulares.