Evocaciones de la memoria

Testimonio de un viaje por algunos sitios

de Baja California, 1993

James Griffin*

Salimos un poco tarde, como a las 9:30 de la mañana, porque tuve que arreglar una llanta a última hora. Al pasar por El Centinela notamos que la Laguna Salada tenía bastante agua y casi había llegado al nivel máximo. Subimos la cuesta de La Rumorosa sin incidentes, comentando sobre los cambios ocurridos en los años que han pasado desde que subimos esta sierra por primera vez. La conocí en 1953. El camino estaba ya pavimentado y, aunque han mejorado algunas curvas, básicamente estaba igual. Por su parte, Alfredo Dipp Varela, mi acompañante, me contó que la subió por primera vez en 1937. Entonces era un camino de tierra, angosto, precipitado y difícil.

Llegando casi a la cima, pregunté a Alfredo sobre unas puertas de hierro que se notan al lado este del camino. Hace muchos años me contaron que conducen a una casa que está entre las enormes piedras que predominan en este lugar. Alfredo me confirmó que, en efecto, existe una casa que construyó el ingeniero Manuel Ramírez Vásquez más o menos en el año de 1962, al que él conoció muy bien; que la casa, incrustada en las rocas, tiene una vista fabulosa del desierto, del Valle Imperial, del Centinela y de la sierra de los Cucapá. En su tiempo, la casa tenía agua surtida por un tubo desde un arroyo no muy cercano. La casa, que nunca fue completamente terminada ni habitada, fue abandonada hace tiempo. Ofreció llevarme a verla un día de éstos.

Subimos la cuesta y en el desierto observamos que los trabajos del nuevo camino de paga estaban muy adelantados y que había numerosas personas trabajando en esta obra, pero aún le faltaba mucho. Según algunos reportajes deben terminarlo en este 1993 pero, por lo que vimos, faltan un par de años, cuando menos. Ojalá que esté equivocado.

El pueblo de La Rumorosa ha crecido considerablemente, pero todavía es muy pequeño. Según Alfredo lo que más falta es agua. Cuando terminen la nueva carretera, acota Alfredo, si le permiten a este pueblo usar agua del acueducto que actualmente lleva la del Río Colorado a Tijuana, entonces veremos un crecimiento rápido de La Rumorosa.

Seguimos por la carretera a Tijuana hasta llegar a la colonia Luis Echeverría. Ésta ha crecido en los últimos años y han construido numerosas casas, algunas de ellas buenas y grandes. ¿De qué vive tanta gente?, nos preguntamos. Pensamos que tal vez  trabajan al otro lado y tienen su casita de retiro aquí; también pueden ser jubilados de ambos lados de la frontera.

Para mí fue una sorpresa encontrar un camino pavimentado que sale desde la colonia hacia el sur rumbo a Las Juntas y al fraccionamiento campestre Santa Verónica. El tramo asfaltado tiene unos diez kilómetros de largo, terminando un poco antes de llegar a Las Juntas.

Entramos a Santa Verónica. Tenía años de no visitar este lugar. Entre 1973  o 74 compramos un lote allí, arriba de una lomita. Un lugar con buena vista. Soñaba construir, poco a poco, con mis propias manos, una casita donde pudiéramos pasar los fines de semana en verano. Llevamos un camper viejo y lo instalamos en el lote. Mi hijo Larry, entonces un chamaco de dieciséis años, y yo construimos un cuarto de lámina para guardar materiales y herramienta y empezamos a limpiar el espacio donde planeábamos construir mi pequeña casa de sueños. Pero un fin de semana llegamos y encontramos que habían roto los candados, tanto del camper como de la bodega, y robado todo lo que teníamos de valor. Decidimos que no valía la pena seguir y abandonamos el sueño.

Desde entonces han terminado muchas de las instalaciones proyectadas para Santa Verónica. Cuenta con casa club, alberca, canchas de tenis, cuartos para renta, restaurante y local para estacionar  “trailers y campers”. Han construido numerosas casas, algunas muy atractivas. El área es tan bonita como siempre. Muchos encinos viejos, agua fluyendo en el arroyo, temperatura agradable, flores y vegetación verde por donde quiera. Lo suficiente para despertar el sueño de antaño en este viejo “chamaco”.

Al salir de Santa Verónica seguimos hacia el sur. Las lluvias del invierno pasado destrozaron los caminos en la sierra, y algunos ranchos se quedaron sin comunicación terrestre por varios días. Hasta llegar al rancho El Compadre, a unos 35 kilómetros de la colonia Echeverría, el camino está en excelentes condiciones ya que una compañía está llevando arena del arroyo de este rancho hasta Tijuana, para usarla en mezcla de concreto. Para poder operar sus grandes camiones de volteo es necesario mantener los caminos en buen estado.

Llegamos a El Compadre a medio día. Las casas están localizadas en lo alto, entre unas grandes rocas, a pocos pasos de un riachuelo que tiene agua todo el año. El lindo valle que ha formado el riachuelo está poblado con árboles, principalmente nobles encinos y unos cuantos álamos. Estimo que está a unos 1500 metros sobre el nivel del mar.

Este lugar despierta agradables recuerdos para Alfredo. Llegó allí por primera vez en 1946, junto con don Carlos Elías y el ingeniero Alberto Celaya. Fueron a ver un ganado que don Carlos había comprado y que estaban pastoreando en El Compadre. Un poco antes de llegar habían parado para comer algo bajo la sombra de encino. Un vaquero  a caballo, de apellido Rosas, se les acercó y empezó a hablar de una manada de ganado que había visto pasar hacía unos días. “Señores, nunca he visto animales tan malos”, comentó. “Me dijeron que los compró uno de los Elías, pero no lo creo. Tienen fama de ser muy buenos ganaderos, los Elías. ¿Cómo se van a meter a comprar animales en esas condiciones, no creen? Y ustedes, señores, ¿a dónde van?” Después de un gran silencio, Alfredo contestó: “Pues vamos a ver ese ganado que dices, este señor es Carlos Elías”. “¡Caray!” exclamó el vaquero, “¡Ya hablé demasiado, me voy!”

A Alfredo le gustó mucho el rancho El Compadre e hizo amistad con los dueños, Andrés Espinoza y su esposa Luisa Corrado. Al año siguiente, y por muchos más, llevó a sus padres a pasar el verano en ese rancho. Su mamá nació en la misma fecha que doña Luisa y las dos señoras se hicieron grandes amigas. Alfredo se convirtió en un hijo más de doña Luisa, Alfredo celebró 28 de sus cumpleaños en dicho rancho.

Elidia, la hija más pequeña de los ocho hijos que tuvo doña Luisa, maneja el rancho ahora. Aparte de sus años en la escuela, ha vivido toda su vida en El Compadre. Nunca se casó, pero en el rancho tiene a su hermana Delia, la mayor de la familia, a su hermano Rodolfo y su esposa. Estos tres familiares son sordomudos y se comunican por señas con Elidia. Todos recibieron a Alfredo con alegría y emoción.

Platicamos un rato y Alfredo me invitó a caminar mientras las hermanas preparaban la comida. Bajamos al río y me enseñó una pequeña presa que él les había ayudado a construir hace muchos años. De ésta diversifican el agua para usos domésticos y para una pequeña laguna que está atrás de la casa principal. Alrededor de la laguna hay árboles y flores. Patos y gansos nadan en el agua y descansan en las sombreadas orillas.

Cruzamos el riachuelo a brincos y a unos 200 metros entramos a lo que en un tiempo fue un jardín de hortalizas y frutales. Lo que queda son los abandonados surcos y media docena de manzanos, árboles grandes, con sus troncos torturados por los años. Por el mal tiempo que hubo en la primavera parece que este año darán poca fruta. Seguimos cuesta arriba por el curso del riachuelo y llegamos a una enorme roca plana de granito tendida sobre una área de unos 100 metros cuadrados. Nos sentamos unos momentos y Alfredo recordó que a su papá le gustaba mucho este lugar y que juntos venían a acostarse en esta piedra bajo la sombra de los encinos centenarios que están alrededor. Dormían la siesta, platicaban y contemplaban el maravilloso paisaje. Su papá consideraba que era más cómodo acostarse en el granito que en el zacate.

Un poco más allá vimos los restos de la casa de adobe que en un tiempo fue la casa principal del rancho, ya que la casa en uso actualmente fue escuela. Hicimos un gran rodeo y llegamos nuevamente para sentarnos bajo la sombra de una extensa ramada en la parte de atrás de las casas. Ahí nos tomamos unas cervezas y seguimos la plática con Elidia mientras su hermana terminaba la comida. Puso una grabación con música de los indios tamajaras de Brasil. No los había oído. Tocan muy bien las guitarras, así como canciones viejas y conocidas. Fue un agradable e inesperado momento.

Al rato nos llamaron a comer. Nos sentamos en una larga mesa de madera con unos largos bancos en cada lado. Frijoles de la olla, arroz, una salsa ranchera de deveras y carne de borrego. Una gran sorpresa y placer para Alfredo —y por supuesto para mí— que le gusta tanto el borrego y no esperaba encontrarlo. Después de la comida nos sirvieron un rico café de calcetín endulzado con miel de abeja del propio rancho. ¡Riquísimo todo! Comimos y charlamos por cerca de dos horas. Ellos recordando detalles de otros años, de sus padres, hermanos y otra gente que visitaba entonces el rancho. Alfredo contó de la primera vez que vio a Elidia, en esa época una chamaquita de tres años. Le ofreció un chicle de un paquete que traía. “No” le respondió ella, “El señor Escalante me regala todo el paquete”. Narró otro incidente sobre un guajolote en el que Delia estuvo involucrada. Por señas, Elidia le explicó estas viejas anécdotas a sus hermanas y Delia rió con ganas y con lágrimas en los ojos. También se acordaron de cuando don Emilio Dipp, tío de Alfredo, estaba en el rancho y vio a uno de los hermanos, un chamaco de unos ocho años de edad, tumbar un borrego grande. Pensando que no lo podía repetir, don Emilio lo retó: “A ver si puedes hacerlo otra vez”. Y le metió cuadril (expresión que no conocía) tres veces más, rememoró Elidia.

La casa era sencilla pero cómoda y agradable. Paredes de adobe emplastadas y pintadas de blanco, pisos de madera. Todo limpio y bien acomodado, con una chimenea amplia en uno de los cuartos y una gran estufa de leña y otra de gas en la cocina. Generalmente usan leña y la cocina cuenta con una gran y venerable caja de madera en la que la guardan. Con la chimenea y la estufa, la casa se mantiene agradable aun en los fríos, y a veces nevados días de invierno. Afuera de la casa hay una pista de baile donde hacen sus fiestas. Elidia nos platicó que en el mes de julio tendrían una reunión de la familia de hasta 300 personas. Los familiares están desparramados por ambos lados de la frontera. Fue un placer conocer a Elidia y sus familiares y de disfrutar de su generosa hospitalidad por unas breves y agradables horas.

Al salir de El Compadre, el camino al sur es más angosto, pero está en muy buenas condiciones ya que el gobierno municipal ha hecho un buen trabajo en reparar los daños causados por las lluvias. En algunos lugares fue necesario abandonar el camino existente y hacer otro a un lado. El camino sube lomitas y baja hasta Vallecitos. Las laderas de los cerros están cubiertos con manzanita y otros arbustos cuyos nombres desconozco. En los cursos de los arroyos crecen encinos y álamos. En esta época abundan flores, sobre todo en esta primavera que ha sido de tantas lluvias. En un tramo encontramos un especie de maguey en flor, grandes masas de pétalos cremosos de casi un metro de largo.

Después del rancho Hechicera, a unos diez kilómetros de El Compadre, encontramos los primeros pinos. Estábamos subiendo gradualmente y, según un viejo mapa  que logré  encontrar en  mis archivos, los  cerros de  los alrededores llegan a unos 1 600 metros arriba del mar. Acercándonos más al rancho San Faustino entramos en un valle un poco más ancho y lleno de viejos pinos. No paramos en los ranchos que están a un lado del camino y seguimos rumbo al sur, pasando también Juan de Dios y el entronque de un camino que va a la laguna Hanson. Habíamos cruzado varios riachuelos con algo de agua pero ahora encontramos un riíto de unos quince metros de ancho y unos 60 centímetros de profundidad. Como el carro que llevábamos, un jeep cherokee, era bastante alto, no tuvimos problema en cruzarlo. Da gusto ver tanta agua cristalina corriendo por estos valles, muchas veces secos.

Al poco tiempo pasamos el camino a Real del Castillo. No entramos allí pero al día siguiente, en Ensenada, nos encontramos con una señora conocida de Alfredo, nacida en Real del Castillo y que considera ese lugar el mejor del mundo. No se puede negar que es un bonito sitio para vivir.

Unos kilómetros más y entramos en el extenso valle de Ojos Negros. Había oído hablar de ese valle durante los últimos 30 años, pero nunca imaginé encontrármelo tan grande y tan plano. La agricultura es la principal actividad. Tienen agua de pozos profundos para regar las cosechas, principalmente papa, alfalfa y hortalizas. Nuestro camino nos llevó del lado este al oeste, en donde está el pueblo de Ojos Negros. Un poco antes de llegar al poblado vimos una siembra desconocida. Le comenté a Alfredo que parecían eucaliptos de una variedad llamada monedas por la forma de sus hojas. “No creo, tiene que ser otra cosa, vamos a preguntar”, me contestó. Encontramos a un grupo de trabajadores que habían terminado sus labores y estaban alistándose para ir a sus casas. “Son eucaliptos” respondieron a nuestra pregunta. “Y, ¿para qué sirven?” pregunté. “Pues venden las ramitas a florerías en el otro lado. Entendemos que las usan en coronas y arreglos florales. Aquí nos dedicamos a cuidar las plantas y a podar las ramas cuando tienen buen tamaño”. “¿De dónde son ustedes?” preguntó Alfredo. “De Oaxaca”, dijo uno de ellos. Los oaxaqueños tienen fama de ser, si no los mejores, cuando menos de los mejores trabajadores agrícolas del país. Unos días antes, el encargado de una empacadora de verduras del valle de Mexicali nos había contado lo difícil que era obtener gente en el valle para trabajos agrícolas y que muchos de los trabajadores de los campos y empacadoras son de Oaxaca. Ellos laboran en cierta época en Mexicali, después pasan a Ojos Negros, de ahí al valle de Trinidad, y luego a San Quintín y a otras zonas agrícolas de la costa.

Al llegar al pueblo buscamos a un viejo amigo de Alfredo y también conocido mío desde hace muchos años. Preguntamos a una joven señora que encontramos en la calle, donde vivía Willy Chacón. Luego, luego nos dio indicaciones claras de cómo llegar a su casa. Aparentemente no sabemos todavía distinguir entre izquierda y derecha porque nos perdimos, cosa bastante difícil en un lugar del tamaño de Ojos Negros. Paramos enfrente de un taller en donde el joven que nos atendió resultó ser sobrino de Willy. Dimos al fin con la casa y lo encontramos durmiendo una buena siesta en una silla en el patio. Alfredo abrió la puerta del patio y llegó hasta la silla antes que Willy despertara. Le dio mucho gusto ver a su amigo Alfredo.

Willy trabajó muchos años en Mexicali en Industrias Agrícolas, y juntos recordaron a muchas personas como don Luis Álvarez y Loren George, hombre difícil de olvidar ya que medía seis pies cuatro pulgadas de estatura y tenía unas manos del tamaño de jamones; rememoraron también otros sucesos jocosos. Habíamos platicado, —yo, más bien, escuchado y disfrutado buen rato—, cuando Alfredo notó que dos árboles en el patio estaban llenos de moras. Empezó a comerlos con tanto gusto y rapidez que yo bromeaba diciéndole que iba a dejar los árboles pelones. También comí algunas, deliciosas por cierto. Willy comentó que todas las mañanas come un plato grande de estas bayas.

El sol ya estaba al nivel de los cerros más altos cuando nos despedimos de Willy. El camino de Ojos Negros a Ensenada está pavimentado igual que el del sureste, rumbo al valle de Trinidad y San Felipe. Entre Ojos Negros y la costa hay grandes cerros y el camino está lleno de curvas, bajadas y subidas. Es un poco lento pero está en buenas condiciones.

Llegamos al Hotel Santa Isabel en Ensenada un poco después de las siete de la tarde. Después de un regaderazo salimos a buscar donde tomar un trago antes de cenar. Después de caminar unas dos cuadras encontramos un restaurante, medio subterráneo, que tenía dos o tres mesas al aire libre con buena vista a la calle. Allí nos quedamos observando pasar a la gente, turistas y locales, mientras me tomaba una margarita en las rocas y Alfredo se echaba sus dos copas de vino tinto. Al principio, Alfredo confesó que no tenía mucha hambre y propuso que comiéramos un par de tacos de pescado en un puesto de por ahí. Yo, no muy afecto a la comida callejera, no me negué, pero insinué que sabía de un lugar en donde hacían unos pollos asados muy buenos. Con el calor del vino mi compañero se animó y caminamos unas cinco cuadras hasta llegar a La Carreta, un lugar que conocí allá por los años 60, cuando frecuentaba Ensenada, atendiendo  los embarques de algodón que hacíamos entonces. El restaurante estaba lleno, pero por suerte hallamos una mesa recién desocupada. El pollo, servido con una buena porción de papas fritas y tortillas de maíz recién hechas, estaba tan delicioso como yo lo recordaba. Tanto el que no tenía hambre, como el que escribe, nos terminamos medio pollo cada uno, con la ayuda de unas frías Bohemias.

A la mañana siguiente caminamos un poco por las calles de Ensenada y a las once llegamos frente al edificio de la “vieja” aduana. El motivo, pretexto si quiere, de nuestro viaje a Ensenada era asistir a la inauguración de este edificio como Museo de Ensenada. Alfredo tenía una invitación oficial, y yo... venía de chofer y colero.

El edificio es una venerable y elegante casa de madera construida en 1887 por una compañía colonizadora americana, donde ésta tenía sus oficinas. Después, esa empresa fue vendida a una compañía inglesa. Más adelante, en 1922, el edificio fue convertido en aduana por el puerto de Ensenada. Con la construcción de un nuevo local para la aduana sobró el viejo inmueble. Recientemente, este pequeño pedazo de la historia del puerto ha sido convertido en un museo que administrará el inah, (Instituto Nacional de Antropología e Historia). Han hecho un buen trabajo. Probablemente el edificio, pintado de blanco con algunos toques de gris paloma, es ahora más atractivo que cuando era nuevo.

Llegamos de “pipa y guante”; yo de saco y corbata, Alfredo en un elegante traje estilo viejo oeste. Me había advertido que los porteños son bastante formales y que se vería mal que nosotros, broncos de Mexicali, llegáramos en mangas de camisa. No fuimos los únicos pero casi; había, creo, uno más de Mexicali y media docena de Ensenada.

La casa, ahora museo, está situada al pie del cerro que domina el centro de la vieja Ensenada. Dos tramos de escalones dan acceso, ya que está en alto; cuenta con un pórtico pequeño enfrente y un patio modesto donde está un asta de bandera. Habían colocado una mesa en éste para los invitados de honor y al pie del asta otra mesa y equipo de sonido para que los participantes pudieran dirigirse a los asistentes. Varias filas de sillas estaban colocadas en la orilla de la calle, la mitad de la cual estaba cerrada al tránsito. Una banda de la Marina, vestida con uniformes blancos, planchadísimos, estaba lista para entrar en funciones al recibir la orden.

Habló un viejo historiador de Ensenada, cuyo nombre no capté, reseñando la historia del edificio. Luego hizo uso de la palabra María Teresa Franco y González Sala, directora general del inah en todo el país. Entre otras cosas felicitó a July Bendímez por el buen trabajo que ha desempeñado como delegada del inah en Baja California.

Dos o tres personas más participaron haciendo referencia al edificio y su relación con la historia del puerto. Llegado el momento, izaron la bandera, tocaron el Himno Nacional y declararon oficialmente abierto el flamante Museo de Ensenada.

Pasamos para ver las exhibiciones, con más fotografías históricas que otra cosa, pero ya que tienen el local sin duda habrá personas que ofrecerán antigüedades para ampliar el inventario. Por lo pronto cuentan con un edificio atractivo e histórico.

El lugar estaba lleno de gente pero con paciencia logramos ver todo. Conversamos con varios conocidos de Alfredo, felicitamos a las anfitrionas y salimos al pórtico donde encontramos a un señor que habíamos observado al llegar. Alto, de seis pies y dos pulgadas cuando menos, moreno, flaco y vestido con ropa y botas vaqueras. Tenía el porte característico de los viejos que han pasado gran tiempo de su vida a caballo. Lo saludamos y Alfredo le preguntó si no era de cierto pueblo y de cierta familia, y que si no sabía de un señor de apellido Ibañez de la tribu pai-pai que hacía flechas de un tipo para cazar venados y otras para cazar conejos. “No”, nos dijo “soy de Santa Catarina pero yo también hago flechas. Miren aquí”. Nos enseñó dos arcos y varias flechas que había elaborado con materiales recogidos en el monte cerca de su pueblo, muy bien hechas. Las había traído al museo. Nos despedimos de él con la advertencia de que un día de éstos iríamos a su pueblo a saludarlo.

Salimos de Ensenada, rumbo al norte. A pocos kilómetros llegamos a El Sauzal y nos desviamos para visitar una fábrica de la Louisiana Pacific. Alfredo había sido invitado por uno de los socios, el mexicalense Mario Terán. Las operaciones están divididas en dos partes. Una, está dedicada a recibir madera rústica y verde de Canadá, para secarla, cepillarla, cortarla al largo deseado y empacarla para su exportación. La otra, que apenas empieza a funcionar, es una ladrillera moderna y grande para producir ladrillo de exportación. Se presume que las mismas embarcaciones que traen madera de Canadá regresarán cargadas de ladrillos mexicanos. Recuerdo que hace más de 25 años, don Rodolfo Nelson promovió la idea de traer madera de Canadá y procesarla en Ensenada. No sé si esta nueva idea tiene alguna relación con la anterior pero, de todos modos, es muy halagador constatar estas actividades. Me da gusto pensar que en un futuro no muy lejano algunas familias canadienses pasarán agradables y acogedoras horas frente a atractivas chimeneas construidas con ladrillos hechos en tierras de Baja California.

Llegamos después del medio día del sábado, por lo que la fábrica no estaba funcionando, pero un bien informado guardia nos llevó a conocer las instalaciones. La planta está situada entre la carretera y el mar, con una vista que muchos hoteles turísticos envidiarían. Tiene un edificio dedicado a la reparación de maquinaria, al afilado de cuchillos y sierras, tornos y fresadoras, y al mantenimiento y reparación de las muchas montacargas que utilizan en las operaciones. Otro edificio grande está dedicado a la recepción de madera rústica. Hay grandes máquinas que desempacan la madera y después vuelven a apilarla en estibas con unos separadores, también de madera, que permiten circular al aire entre los tablones, secándolos en forma natural. Una vez formadas, estas estibas son amarradas y llevadas a los extensos patios pavimentados donde permanecen hasta que se secan al grado deseado.

En otro edificio hay maquinaria para desestibar la madera una vez que está secada, para después cepillarla por los cuatro lados, cortarla al largo deseado, clasificarla, estibarla y empacarla para su exportación. Es una planta en la que se nota una buena organización y supervisión: limpia, con jardines en la entrada. Da gusto ver una instalación de esta categoría.

No tuvimos tiempo para ver la fábrica de ladrillos que está al otro lado de la carretera. Ojalá que inviten a Alfredo otra vez para que su chofer pueda tener oportunidad de visitarla...

Decidimos tomar el camino viejo a Tijuana en lugar de la nueva carretera de cuota. El camino, como siempre, tiene bastantes curvas y es lento pero el tráfico es mucho menor que antes y no teníamos prisa. Después de subir la “cuesta del tigre” llegamos a una parte llanosa y paramos para tomar unos de los refrescos que traíamos en la hielera. Al bajar, nos percatamos que al otro lado de un cerco de alambre de púas, bajo la sombra de un árbol, estaba un chivo grande, acostado cómodamente en el zacate verde que casi cubría su espalda, masticando plácidamente un saco de papel. Desde que era niño me habían informado que los chivos comían todo, pero hasta ahora nunca había visto uno con tanto alimento suculento a su alcance y ¡comiendo papel! Nos miraba con evidente desprecio; al rato se levantó, se estiró, y moviendo sus grandes cuernos, dio insolentemente la media vuelta, mostrándonos los adornos de su parte posterior. Después, con un paso que hubiera puesto celoso a John Wayne, caminó majestuosamente hacia su manada que pastoreaba en la distancia. Un pequeño rey que conocía sus gustos y cómo tratar a seres inferiores como nosotros.

Pronto entramos en la precipitada bajada de La Misión. Alfredo quería saludar a un viejo amigo que vive allí. Casi frente a las ruinas de una de las últimas misiones construidas por los padres dominicos en Baja California, nos desviamos a la izquierda y subimos el empinado camino de entrada a la casa de la familia de don José Santos Lara. Amigo de Alfredo desde 1937, don José fue el primer secretario general de la Liga de Comunidades Agrarias en Baja California. Llegó al valle de Mexicali en 1934 y estuvo allí por siete años. Después consiguió una parcela en el valle de La Misión donde ha estado desde entonces.

Tiene una casa muy amplia y cómoda en la ladera del cerro, con una agradable vista panorámica del valle, unos 150 metros más abajo. La playa y el mar están a un par de kilómetros de distancia y grandes escarpas de piedra se levantan a varios cientos de metros de altura atrás de las casas, con lindos jardines; en fin, un lugar ideal para vivir tranquilamente. Dos de sus hijos están haciendo casas en sus propios lotes, abajo de la casa original. También están muy bien situadas.

¡Llegamos a mala hora! Había unos 30 miembros de la familia reunidos para una carne asada. Don José estaba bañándose y hubo algo de confusión hasta que Alfredo logró hacer recordar a una de las hijas quien era él. Después de saludar a todos los presentes, entramos a la sala de la casa para esperar. Al rato salió don José y con gran alegría se abrazaron los amigos de hace más de 55 años.

Nos ofrecieron comida y nos disculpamos. Habíamos desayunado tarde. El café si lo aceptamos.

Los amigos tenían mucho que platicar y me quedé callado, escuchándolos. Al rato hablaron de un problema de exportación de alguna verdura y oí a don José decir: “Estos gringos tales por cuales, quieren que les compremos mucho pero no nos dejan exportar”. Me dio risa pero tuve que aguantarme. Uno no sabe si en estos casos hubiera sido preferible hablar al principio para que se pudieran dar cuenta de lo que es uno, o quedarse callado para que no se dieran luego cuenta. Pequeño problema de ser gringo...

Antes de irnos les tomamos unas fotografías a don José, a su señora, al hijo mayor y a unas de las hijas. Afortunadamente salieron bien y Alfredo pudo cumplir con su promesa de mandarles unas copias.

Nos despedimos y continuamos por la carretera vieja hasta Rosarito. Entramos al Rosarito Beach Hotel, distinguido edificio estilo colonial que originalmente fue casino, allá por los años veintes y treintas. También es el lugar donde Yolanda y yo pasamos la primera de nuestras dos noches de luna de miel.

Entramos a la gran cantina tropical que tiene vista a la alberca y a la playa. Alfredo estaba todavía vestido de traje y corbata, yo en mangas de camisa y los demás clientes en traje de baño o breves bikinis. Llegó el mesero para tomar la orden. “Una margarita en las rocas para el señor ministro y una bohemia para mí”, ordené. ¡Pronto nos atendió!

Le había platicado a Alfredo que unos ex-compañeros nuestros en la Jabonera, el ingeniero Pedro Sánchez y su esposa Norma Gutiérrez, tenían un restaurante, Los Arcos, casi en la sombra de uno de los grandes arcos de la entrada al hotel. Alfredo no había visto a los Sánchez en varios años y tenía muchas ganas de saludarlos. Aparte de esto ya teníamos hambre. De manera que cuando terminamos los tragos caminamos hacia al restaurante. Pedro es contratista y hace todas las obras de modificación y reparación del hotel y también otras en el poblado. Antes de llegar al restaurante vimos uno de sus trabajos en progreso, un campo de golfito. Otra atracción para los clientes del hotel.

No estaban ni Pedro ni Norma en el restaurante pero decidimos ordenar de todos modos: Alfredo sus tacos de pescado y yo unos burritos de machaca, uno de mis platillos favoritos. La atenta mesera nos informó que los dueños estaban en su casa ya que tenían una reunión familiar. Mientras preparaban la comida hablé por teléfono con Pedro y nos invitó a acompañarlos en la fiesta. Aceptamos, por supuesto.

Quedamos muy satisfechos con la comida y con el excelente servicio que nos brindaron. La mesera nos indicó cómo llegar a la casa y dimos con ella sin problema. Pedro nos recibió a media calle con su gran sonrisa. Norma también, encantadora como siempre. Había unos 30 o 40 familiares reunidos, cuatro generaciones, (se me hace increíble, pero Pedro y Norma ya son abuelos). Tanto los Sánchez como los Gutiérrez son mexicalenses de varias generaciones. Doña Mercedes, mamá de Norma, me aclaró que había tenido trece hijos, de los cuales dos murieron, siete estaban en la fiesta y cuatro no habían asistido. Consciente  de los  problemas  que nos  está trayendo  la sobrepoblación —cuando menos esa es, en mi particular y simplificada opinión, la raíz de la mayoría de los problemas del mundo, ya somos demasiados— no estoy muy de acuerdo con las familias grandes. Pero cómo admiro a los padres que han podido crear y educar a tantos hijos. También tengo que confesar que me gusta mucho participar en esas reuniones familiares, un intruso calentándose con el cariño de los demás.

Platicamos un rato entre otras cosas de las reuniones que tenemos esporádicamente con la “familia” de ex empleados de la Jabonera. No pudimos invitar a Pedro y Norma la última vez porque no teníamos su número de teléfono, pero les anunciamos que probablemente en octubre tendríamos otra reunión. “Qué bueno”, nos dijeron, “pero ¿por qué no tenemos una aquí en la casa, ahora en verano? Da oportunidad, a los que quieran, de escaparse del calor de Mexicali. Como pueden ver, aquí en el jardín hay espacio más que suficiente y sería un gran placer recibirlos”. Se nos hizo una buena idea y prometimos ponernos en contacto con los demás compañeros para tratar de organizar algo para julio o agosto.

Estuvimos muy a gusto, pero el sol ya estaba abajo y era tiempo de emprender el retorno a Mexicali. Pasamos por un lado de Tijuana por una ruta nueva (para mí) y el tráfico no fue muy pesado hasta el entronque con el camino principal a Tecate. Cruzamos la presa Rodríguez cuando el sol ya estaba por meterse. La presa está completamente llena, formando un lago grande y hermoso. Había mucha gente haciendo picnic en las orillas y algunas personas pescando. Qué gran gusto fue ver un lago en lugar del charco lodoso que ha sido la presa Rodríguez durante la mayoría de los años. Imposible por supuesto, pero qué gran cosa sería para la gente de Tijuana si pudiera contar con este espejo de agua todo el tiempo. Rápidamente pasamos por Tecate, bajamos nuevamente la cuesta de La Rumorosa y como a las nueve de la noche llegamos a Mexicali. Habíamos disfrutado de dos días muy agradables e instructivos.

 

 

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* Nacido en Arkansas, Estados Unidos, radica en Mexicali desde 1953, y desde esa época participó en el desarrollo agroindustrial algodonero del valle; e- mail: riogrif@telnor.net