R e s e ñ a
La frontera Ruso-Mexicana. Documentos mexicanos para la historia del establecimiento ruso en California, 1808-1842. Recopilación, estudios y notas, Miguel Mathes. México, Archivo Histórico Diplomático Mexicano, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1990. |
Aidé Grijalva
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Cuando era niña, en mi pueblo natal vivíamos bajo la amenaza constante de una invasión rusa. Mi familia reside en una población fronteriza, Mexicali, que desde sus orígenes ha estado muy vinculada a la economía y a la sociedad del sur de California. Era la época de la guerra fría y, los medios de comunicación locales, notablemente influidos por la ideología estadunidense, no hacían más que repetir los puntos de vista de la opinión pública de nuestro vecino, el poderoso y rico estado de California. Por eso, dentro de mi fantasía infantil los rusos se encontraban a la vuelta de la esquina y en cualquier momento me toparía con uno de ellos. Recuerdo la expectación que siguió al lanzamiento del satélite Sputnik al espacio. Ahora sí, la amenaza era en serio. Mi madre, en forma ingenua, repetía lo que oía: que los comunistas separaban a los niños de sus familias. Esto además de que no creían en Dios y otras barbaridades por el estilo. Como mis padres eran asiduos lectores del Selecciones Reader's Digest recibían una información constante que alimentaba sus fantasías antisoviéticas, antirrusas y anticomunistas. Por eso, al leer los documentos contenidos en la compilación realizada por Miguel Mathes y reflexionar sobre los tiempos en la historia, pensaba en que efectivamente los rusos estaban a la vuelta de mi casa. Me imagino a un historiador del futuro, allá por el año 2992. Éste, después de localizar en sofisticados archivos cibernéticos, —me imagino— y de traducir de su código especializado, se encuentra con un antiguo libro editado, en el lejano año de 1990, por la Secretaría de Relaciones Exteriores de un país que se llamó México. Este libro contiene una recopilación de documentos relacionados con la presencia rusa en la Alta California, principalmente, durante la primera mitad del siglo xix. Después de buscar en mapas antiguos localiza el lugar en donde se supone que estuvo el asentamiento ruso. Debido a unos errores de paleografía (o de la disciplina, que en el futuro, se dedique al reconocimiento de documentos correspondientes al siglo xx), este señor concluye que en los últimos 200 años del milenio anterior hubo en un lugar conocido como La Bodega, localizado muy cerca de la península de la Baja California, una importante colonia rusa. La corroboración de su tesis lo será la localización de unos viejos archivos electrónicos en los que aparece información sobre una colonia rusa en el valle de Guadalupe, en el norte de la península de la Baja California. Debido a los movimientos de la masa continental resultado de una serie de sismos y maremotos que hubo en el planeta a principios del siglo xxi, resulta fácil concluir que se trataba del mismo lugar y de los mismos colonos. Así pues, los rusos no estaban tan lejos de mi pueblo natal: nada más a unos 150 años de distancia. Y el miedo infantil se volvería una realidad. Treinta años después me los encontraría. No a la vuelta de la esquina de mi casa, pero si al hurgar en los acervos documentales del Archivo General de la Nación, en la ciudad de México. Ahí me encontré con la sorpresa de que los rusos habían llegado no sólo a las costas de la entonces Alta California, sino a las de la península de la Baja California. Que en la persecución de nutrias, cuyas pieles eran muy codiciadas para fabricar cotizados abrigos, nos habían visitado en forma asidua y continua. Además, las salinas de San Quintín, al sur de la bahía de Ensenada de Todos Santos, les habían servido para abastecerse de sal. Que los indígenas eran utilizados por los misioneros dominicos del lugar como intermediarios para venderles pieles de las nutrias cazadas por los mismos aborígenes. Que los barcos rusos recorrían en forma constante nuestras costas hasta que ya no hubo nutrias que cazar. En fin, que los rusos habían llegado a mi tierra mucho antes de que yo naciera y que no había nada que temer. Por ello, es muy pertinente la publicación de una compilación documental como la realizada por Miguel Mathes. Además de que nos permite adentrarnos en los problemas administrativos de este asentamiento ruso, igualmente nos permite percibir la dinámica social, económica y política de ese pequeño grupo humano que en suelo extraño y hasta hostil llevaba a cabo sus actividades. La recopilación abarca un periodo de tiempo tal que nos permite entender el desenvolvimiento de la colonia durante el mayor tiempo de su existencia. Se agradece los datos que aparecen al calce de los documentos, la mayoría de tipo biográficos, lo que nos permite orientarnos sobre las vinculaciones familiares y políticas de las personas involucradas en los documentos. Pero más que nada, la lectura de los documentos nos plantea una serie de incógnitas. ¿Qué hubiera sucedido con esa colonia si México no pierde la Alta California a fines de la primera mitad del siglo xix? ¿No era la caza de nutrias una fuente segura de ingresos, vía derechos, para los gobernantes de las Californias? ¿Qué significó, en términos de geopolítica internacional, el avance ruso por las costas de California? ¿Cuáles fueron las relaciones entre los diferentes gobiernos mexicanos del periodo de la anarquía con los representantes de esta colonia? ¿Qué papel tiene este asentamiento dentro del desarrollo de la Alta California de la primera mitad del siglo xix? En fin, esta compilación documental realizada por el historiador estadunidense Mathes es más que nada una invitación para inducir investigaciones históricas sobre este tema. Así, la presencia rusa dejaría de ser, —y aquí le robo la frase a Ángela Moyano— una página desconocida de nuestra historia. Recrear históricamente la presencia de rusos en una de las regiones que hoy forman parte de los Estados Unidos puede servir para afianzar un nuevo tipo de relaciones que deberán existir entre la Rusia poscomunista y esta parte del mundo occidental. |