El camino de la identidad |
Jorge Ruiz Dueñas*
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Expreso a las instituciones convocantes mi agradecimiento por la invitación para reflexionar con ustedes sobre la identidad y la modernidad. Hacerlo aquí, en esta comarca ennoblecida por el mestizaje y la migración, no puede significar menos que una toma de conciencia arraigada en el patrimonio histórico de ésta, más que centenaria, pero aún joven ciudad. El hecho de toda fundación nos parece ahora lógico y natural, aunque suele tener en muchas culturas una significación mágica; pero el proceso se sustrae a la efeméride porque se gesta en un arco de tiempo más amplio. Quienes llegaron aquí, como el Adelantado de la singular novela Los pasos perdidos, un día se percataron de que habían fundado una ciudad y como ese personaje literario era posible decir con Alejo Carpentier: “Fundar una ciudad. Yo fundo una ciudad. Él ha fundado una ciudad. Es posible conjugar semejante verbo. Se puede ser fundador de una ciudad. Crear y gobernar una ciudad que no figure en los mapas, que se sustraiga a los horrores de la Época, que nazca así de la voluntad... en este mundo del Génesis”. Lo esencial del hecho es justamente el que reclama nuestra atención: hablar de la identidad, pues junto a la expansión de los grandes complejos financieros, mercantiles, turísticos e industriales surge también la interrogante sobre el significado mismo de la comunidad, sus raíces y, finalmente, su destino. Cuestionarse, inquirir sobre él, hay que interpretarlo como símbolo de madurez. La capacidad de poner a prueba los fundamentos está en razón directa de su fortaleza. Es en tal dirección que deberíamos orientar nuestro pensamiento. ¿Pero cómo se forma y consolida ese sentido de identidad? Salta a la vista que, en principio, la identidad refiere a ciertos usos, costumbres y creencias, que llevan a un marco aún más amplio, a lo invocado como visión compartida del mundo. Tales elementos hacen diversa y, por tanto, diferente de las demás a una población, pero se forman y sedimentan a lo largo del tiempo. Ciertamente, la humanidad ha registrado el esplendor y la caída de innumerables culturas de cuyos fragmentos se han formado otras nuevas que cumplen, a su vez, este incesante ciclo. Por ello, a manera de premisa inicial, conviene recordar que México ha sido escenario de numerosos mestizajes étnicos y espirituales. Una visión de su historia torna evidentes los rasgos de diversas culturas precolombinas, el prodigioso encuentro con Occidente y sus profundas consecuencias, y otras tantas ideas asimiladas y recreadas con la Independencia y la Revolución. Pero, bajo todo ello, la vitalidad de las creaciones da razón de la complejidad de nuestra multiculturalidad (más reconocida en el discurso que en el imperio de la ley). Si pensamos en nuestro territorio nacional a la llegada de los europeos, debemos representarlo como una multitud de culturas que, por otra parte, revestían cierta homogeneidad en sus rasgos más característicos. Ésta es muestra de que la singularidad prístina de cada una había sido sustituida por formas religiosas y políticas arquetípicas, es decir, superadas por una organización más evolucionada. Una tarea de síntesis de siglos que había culminado en un modelo común. Desde una perspectiva general, Mesoamérica era un área histórica uniforme determinada por la presencia de ciertos elementos comunes a todas las culturas: el maíz, el calendario ritual, los sacrificios, el juego de pelota y parecidos mitos que, sin embargo, no niegan la originalidad de cada pueblo, dueño de especificidades y rasgos celosamente conservados. Después, a pesar de la disparidad de elementos que podemos notar en la Conquista, no se contradice el sentido de la unidad, si bien se refleja la naturaleza del dominio español: una creación geopolítica en marcha, una monarquía en ascenso merced a la violencia impuesta por los Reyes Católicos a la diversidad de pueblos sometidos a su dominio, es decir, una voluntad de Estado ajena a los elementos que la componen. Así, la Conquista vista desde la perspectiva indígena o española, resulta también expresión de una voluntad soberana. Es un hecho histórico destinado a crear una entidad política –injusta y clasista– de la pluralidad étnica precortesiana igualmente opresiva. México se gesta en ese siglo xvi sobre la negación de esa variedad de rasgos, lenguas, organizaciones y tendencias, y se impone así un solo idioma, una sola religión y un solo señor. La historia del México actual tiene ahí puntos de origen. La independencia de virreinatos y colonias marca al mismo tiempo la desintegración del imperio español y el nacimiento de nuevos estados. Con la Reforma, la Independencia llega a su verdadera culminación y la Constitución de 1857 da expresión jurídica y política viable al nuevo hito que surge de la contradicción de dos concepciones del orden occidental: una caduca y otra innovadora. En la Revolución tuvimos el más vigoroso movimiento realizado por los mexicanos y, en opinión de numerosos pensadores, rescató nuestro pasado para darnos finalmente un rostro y una imagen: en suma, proporcionarnos una identidad. Gracias a ella, el mexicano busca reconciliarse con su historia y volver a su origen. La Revolución es, para decirlo con palabras de Octavio Paz: “una súbita inmersión de México en su propio ser, (...) la explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano”. Con todo, nuestro devenir continúa como el de un pueblo en busca de formas en las cuales expresarse. Después del movimiento armado, esta búsqueda se da ya de manera permanente y consciente. Así, tal indagación ha sido una constante de nuestro desarrollo y, desde siempre, ha sido también la cultura la que ha dado sustento y raíz al proceso y, en última instancia, justificación. Son éstos algunos de los elementos históricos, fundamentales en la definición de nuestra identidad nacional. Un amplio panorama revela la urdimbre de nuestros mestizajes que han hilado la trama del devenir. Híbrida, como la fusión racial, esa identidad se superpone y complementa para llegar a una peculiar cosmovisión. Todos sabemos de esta historia compartida. Todos la sentimos propia porque es parte de nuestra esencia y esto es algo más que los edificios vetustos y venerables, que los restos materiales de nuestra civilización interrumpida, que las majestuosas expresiones artísticas. En síntesis, es el sustrato de todo ello, lo que llevamos dentro, y en este sentido la identidad particular de los tijuanenses también tiene una respuesta inmediata en cada uno de nosotros. Por ello, la mezcla étnica, los giros idiomáticos, las costumbres, valores y creencias reflejados en las calles de esta ciudad, se sitúan en la fenomenología de las nuevas urbes, pero también expresan con fidelidad un origen común, subrayado, aún más, por la vecindad con el país más poderoso del orbe. Al repetir la historia de otros lugares del mundo, Tijuana es también la suma de muchos factores sociales en los que, sin embargo, hay rasgos evidentes de la unidad. Hoy, la identidad se va forjando mediante usos y estilos heterogéneos venidos de lejos y asimilados a los del nuevo espacio social para integrar también una nueva esencialidad. Esta preocupación por movilizar la conciencia colectiva para que la sociedad misma proteja el patrimonio histórico, cultural y natural de la ciudad, ahonda en las raíces de la conciencia individual. Consecuentemente permítanme insistir en el hecho de que, como ciudad abierta, para recrear un concepto tan caro a Umberto Eco, Tijuana al participar de la misma naturaleza que el resto de México asoma un rostro íntimo conformado por una identidad igualmente plural, como un mosaico nuevo de la gran máscara de jade de la cultura nacional. ¿Qué es entonces lo particular y distintivo de esta urbe emergente? ¿Qué es lo residual de este crisol que habrá de darle personalidad definida a la comunidad? ¿Hasta dónde es posible acelerar los signos de originalidad que vienen con el tiempo? ¿Hasta dónde llega este proceso de apertura de la comunidad a nuevos elementos, en aras de la originalidad anticipada? Ninguna respuesta puede lanzarse sin recoger la evidencia histórica, los elementos que dan cuenta de los procesos sociales liados a la ciudad como zona de encuentro. La identidad es un proceso y tal proceso es una expresión volitiva que transcurre en un itinerario más o menos perceptible. Significa, en primer lugar, la voluntad de ser. Esto se expresa en el hecho de establecerse en un ámbito nuevo, de desarrollarse en él como algo diferente de lo que se era. De este primer paso –fundamental– se transciende a la voluntad de la colectividad misma cuya realización se da en la voluntad de pertenecer a la comunidad que evoluciona ya con perfiles distintos –y distintivos– y ofrece, por tanto, posibilidades de consolidación. Aparece así, la voluntad de permanecer, el arraigo en los nuevos contenidos que han creado los individuos en el grupo, de cuya aceptación plena se desprende la voluntad de reconocer. Éste es el final del proceso, la culminación que revela cómo todos estos nuevos elementos aportados en la comunidad enriquecen la identidad de la nación entera y a ella se suman. Esa comunidad da el marco general de referencia que sustenta a los que son ya miembros por derecho pleno, y permite también aceptar y acoger generosamente a los inmigrantes. Tal es, en mi opinión, la dinámica de la identidad en asentamientos novísimos. Así me ha parecido la evolución de este proceso, en capitales de reciente cuño. Creo poder agregar que esta comunidad ha dado los pasos necesarios y rituales; la preocupación por erigir valores propios es una señal en ese sentido. Pero creo también que no debe interrumpirse el proceso pues, cerrarse a la corriente de influencias externas proclamando un “nativismo” que contradice la esencia de esta ciudad, sería cancelar la posibilidad de crear nuevos valores. La tarea es ahora de acumulación y enriquecimiento, sólo el tiempo podrá sedimentar lo singular a través de la preservación de su patrimonio cultural e histórico. Mas no tengo ninguna duda de que Tijuana se ha forjardo una personalidad definida; los diversos grupos llegados de fuera con los ya asentados, documentales refleja el desempeño de la burocracia weberiana, la expansión demográfica de la población y la complejidad de la intervención del Estado en la vida social, la masa de estas memorias se ha constituido en un reto. Las nuevas tecnologías han venido a auxiliar las tareas de clasificación y recuperación de la información, pero la brecha tecnológica, entre personas e instituciones se ha convertido en nuevos problemas a resolver ante las demandas de transparencia y derecho a la información de las comunidades democráticas. Las atribuciones constitucionales dadas al municipio libre, su reconocimiento como base de la administración pública nacional mediante su personalidad jurídica de poder local, y facultades tributarias y de gobernanza, han consolidado el papel histórico y la autoridad moral de las colectividades de México. Así, la conservación de las decisiones documentadas en las actas de cabildo, el ejercicio de la gestión municipal, el proceso de urbanización con sus intercambios desiguales ante los aparatos estatales y federales, dan luz sobre las razones y las obras con fundamentos que se elevan sobre la vorágine política, para informar sobre esa verdad detrás de la verdad. Por ello, una administración con memoria permite juicios de valor equilibrados y no simples impresiones matizadas por los revestimientos partidarios o políticos de conyuntura. La sociedad política para asegurarse un justo trato por la historia, requiere, ante todo, darle un trato justo al patrimonio documental. Por otra parte, más allá de la verdad oficial demandada hoy por las obligaciones de la transparencia, la verdad histórica da paso a la crónica comunitaria. Así, los acervos cumplen con funciones que rebasan las de carácter estrictamente oficial y se adentran en la memoria de las instituciones. Más aún, la historia regional depende del registro de los archivos generales, y aún de la historia oral para poder dar cuenta de la sedimentación paulatina del pasado. En circunstancias como ésta me gusta siempre recordar lo que decía Ortega y Gasset respecto de la nación. Ésta, antes de conocer un pasado común tuvo que crear esa comunidad, y antes de crearla tuvo que soñarla, que quererla, que proyectarla. Pero para afianzar, repetir, comparar, transmitir esos sentimientos, como las posesiones mismas de la mente, hemos de reducir la distancia entre la llamada cultura de los expertos y la de la gran sociedad. La cohesión nacional y la comunitaria suele estar en razón directa con el grado en que son compartidos los conocimientos y las creencias cívicas fundamentales. La preservación de los testimonios de nuestro origen y esencia, así lo permiten. De ahí que los antivalores de la subordinación y el autoritarismo, suelen invertirse desde el espacio llano en irreflexión y violencia. La necesidad lógica de eludir esas preferencias puede tener su contrapartida en la educación y la ciencia, en otros términos, la inserción de la reflexión académica en el devenir cotidiano de la sociedad. Para Tijuana, como para el país, es inevitable aceptar influencias, rasgos, interacciones de otras culturas pues hay valores de orden universal. Las nuevas generaciones viven no sólo los valores de carácter histórico y la vitalidad de la tradición, sino también los generados en otras partes del planeta. Es justamente el carácter universal de la creación artística el que mejor se aviene con lo señalado como “espíritu del tiempo” y que, en nuestro caso, nos instala –cada vez más– como ciudadanos del mundo. Nunca antes como ahora, conocer y reconocernos en la obra de todos los hombres ha sido tan importante. Nunca también el diálogo, el intercambio y la repetición. Hay que erradicar estas petrificaciones, pues suelen formalizar prejuicios donde se aprisiona la energía creativa de los individuos. La tarea supone políticamente, asumir las posibilidades de la transformación; un itinerario, un esfuerzo deliberado y una estrategia para integrar en lo auténticamente propio los verdaderos elementos de lo universal. Si como se ha dicho, la existencia del individuo es una afirmación perpetua de la vida, también hoy –más que nunca– en los territorios limítrofes del Estado mexicano la existencia de la nación y de cada comarca, es un plebiscito de todos los días y la preservación de la identidad su mejor garantía. Para concluir, me gustaría compartir con ustedes mi convicción de que la identidad individual, inscrita en la de orden social, la sedimenta la microhistoria y el papel que jugamos en ella. No hay historia sin destino, ni destino sin biografía. Quizá la articulación de nuestros recuerdos y la inteligencia emocional colectiva, formen aquello que la escuela histórica de Savigny llamaba el alma nacional (colectiva o popular) –Volksgeist– (“substancia psíquica de carácter orgánico aunque misteriosa y arcana, de la cual manan todos lo fenómenos de la cultura”, según Recasens Siches). Conmovernos pues con nuestra propia historia de familia, para reconstruir la historia colectiva, nos hace pensar, mejor aún, nos hace sentir hasta qué punto algo intangible nos habla de nosotros. Me aplico el aserto y caigo en la cuenta que no me conmueve sólo la memoria de una terra incognita, porque el paraíso perdido es el llamado instintivo de la condición humana. Me conmueve la cartografía de los recuerdos sencillos, la convocatoria de esas presencias míticas, palpitantes, sin importar la erosión de la condición errante. Así, de las imágenes y los recuerdos rescato siempre el bullicio de Tijuana que como una espiral anunciaba el ruidoso fin de la semana; la omnipresencia de los techos de dos aguas del centro, de los cerros, de todas las zonas, escalando las colinas de la antiquísima colonia Libertad; o bien, las imágenes desde mi casa, cuando bajo el cobijo amarillo de los girasoles yo sospechaba el encendido nocturno de la luz doméstica entre los ribazos y las calles vírgenes, y bajaba a borbotones la aguada turbia de las lluvias invernales. Entonces, la zona del ocaso caía justo donde más tarde habría de construirse el hotel Misión del Sol, que ilustró la noche con perfiles de gas neón para anunciar la llegada de una modernidad tan extraña como avasallante. Rescato en mi memoria las excursiones párvulas al Cerro Colorado, desde cuya cumbre al norte se atisbaba un desierto de arenas leonadas y al sur, la patria misma. Rescato las visitas a las ciudades vecinas: la sofocante alegría de cualquier día de agosto en la canícula de Mexicali, bajo los aleros, atentos los sentidos al registro del termómetro para iniciar exploraciones hacia los misterios de las mareas huidizas de San Felipe y sus barcos desguazados, o a la escalada de la Rumorosa, frente a los espejismos letales de la Laguna Salada. Rescato la imagen de mis botas elevando tolvaneras en las llanuras de Tecate, entre los surcos de las cepas, en las cuadrículas de los olivos o en los despeñaderos, atisbado por las víboras de cascabel. Y vuelvo de nuevo a la Tijuana de antaño, la de mi infancia y juventud, aún antes de las divisiones municipales. Así, retorna a mí, una y otra vez, la iridiscencia del mar aletargado a las tres de la tarde en Rosarito (apenas una delegación) abajo del camino, cuando Ensenada prometía en el viejo muelle de madera una generosa pesca de macarelas si observábamos el lentísimo crecimiento del rompeolas y su dársena, y las blancas construcciones del hotel Riviera siempre cobijado por gaviotas. Rescato el recuerdo de los penachos de trigo, colinas arriba de Playa Hermosa, hasta donde llegó una noche Federico Campbell, con su ya entonces joven cabeza de senador romano, antes del descubrimiento literario y entrañable de sus tijuanenses. Entonces el verano se medía en ahogados en nuestro litoral donde se estremecía el oleaje del Océano Pacífico, y frenéticas las dos ambulancias de la Cruz Roja se desplazaban desde la hoy avenida Constitución, al lado del antiguo palacio municipal de Tijuana a recoger los cuerpos indultados por la fría corriente de California. Mientras, los niños de entonces, arriba de las rocas desnudas y barreta en mano, suspendíamos azorados la colecta de valvas aferradas a los peñones y a las algas entre cuyos fucos se apiñaban, en tanto las sandías abiertas con su carne roja se salaban con el agua de las marismas. Desde las altas colinas, en el monte San Antonio o en zonas de esfuerzo cotidiano como la colonia Altamira y de espalda a la neblina venida del mar, los amplios espacios llevaban la mirada al punto opuesto. Ahí se encontraba el viejo aeropuerto y seguía la cuenca más allá de La Mesa, hasta la presa Abelardo L. Rodríguez que se extinguía en silencio mientras por su cortina se deslizaba como reptil la carretera que articulaba a la población con el resto del país. Durante muchos años aquel aeródromo, en la cima de la meseta donde llegaría a extenderse un corredor industrial, permitió el carreteo de naves sólo asignadas a la ruta México-Nueva York: los Super Constellation y los Britannia, para azoro de los viajeros infrecuentes. Pero en esta ciudad, en el recuerdo de un extenso cielo azul que crecía desbordando sus propios horizontes apenas interrumpido por alguna inusitada palmera recortada en la distancia, sobre todo rescato en la memoria los primeros textos que daban constancia de mis obsesiones y de las nuevas comarcas del espíritu, cuando “en las esquinas aguardábamos como los encinos al tiempo, / (y) en los granos de arena el oro corría licuado por la tarde”.
___________________________ * Director del Archivo General de la Nación, México. Conferencia impartida el 6 de junio del 2006 en el Centro Cultural Tijuana; e-mail: argena@segob.gob.mx
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