Importancia y función de la historia

 

 

José María Muriá*

 

Es evidente que si algún hombre o mujer llega a padecer amnesia absoluta, esto es, a carecer  por completo de memoria, quedará imposibilitado para convivir con sus congéneres y desempeñar siquiera mínimamente el  papel que corresponde a su condición humana.

     Precisamente la capacidad de recordar es una de las características que permiten a los hombres llevar una vida de acción y no vegetativa.

     De hecho, en la medida en que más recursos posea una especie para recordar y los utilice de manera óptima, más y mejor puede actuar sobre lo que le rodea. De ahí que, si el ser humano ha podido convertirse en el más activo del planeta, se debe en mayor medida a su capacidad de acumular y disponer de experiencias y conocimientos.

     De tal manera, tanto las sociedades como los individuos que las integran, son resultado de todo lo que les ha sucedido, aun desde antes de su gestación particular, por lo cual resulta  innegable la importancia que tiene el estudio de  su pasado.

 

Historia igual a explicar

Para que el conocimiento de ese pasado sea realmente útil, debe estar sometido a una serie de requisitos, sin los cuales todo se convierte en un empeño que puede resultar muy divertido, pero de un valor desproporcionadamente menor a la magnitud del esfuerzo.

     Es que en el estudio del pasado no sólo importa la memorización, la cual también pueden hacer otras especies animales, sino que el hombre tiene la obligación de aplicar capacidades tales como la inteligencia y el razonamiento que le son exclusivas, o casi.

No se trata de memorizar mecánicamente lo que ha sucedido, sino de asimilarlo en forma inteligente y racional. En el primer caso, una buena computadora podría desarrollar mejor que nadie las funciones de historiar; en el segundo, aunque sea ayudado por cualquiera de los instrumentos que ha sido capaz de crear, solamente el hombre tiene la posibilidad de hacerlo.

     Durante la segunda mitad del siglo xix y principios del xx, cuando predominaba esa idea del mundo que se llama positivismo, se pensaba que la función del historiador consistía en averiguar y verificar el mayor número posible de datos sobre hechos concretos, al tiempo que la del profesor era simplemente la de transmitirlos. Se partía de la idea de que la acumulación de información era suficiente, que bastaba con saber qué era lo que había sucedido y que entre más detalles se supiesen era mejor.  Así, el historiador más sabio era aquel que era capaz de conservar más datos en su memoria.

     Hoy día aceptamos que es a todas luces imposible alcanzar el ideal antiguo  de conocer todo o casi todo lo que ha sucedido, en virtud de que la limitada capacidad del ser humano no lo permite y a que la historia misma es un proceso destructivo de la mayor parte de los vestigios que pueden proporcionar dicha información.  Día a día suceden cosas de las que van quedando testimonios, pero también desaparecen  documentos, monumentos y personas que constituyen las únicas fuentes de su conocimiento.

     Aun en el supuesto de que todo lo sucedido pudiera llegarse a saber, los beneficios de ello serían enormemente desproporcionados al esfuerzo de ir almacenando toda la información, puesto que lo importante no es tan sólo conseguir los datos, sino analizarlos y explicarlos en forma adecuada a las necesidades del momento que está viviendo el propio historiador.

     Vale insistir en que lo que ha permitido al hombre sobreponerse a las demás especies y domeñar a la naturaleza en beneficio propio, como lo ha venido haciendo hasta hoy, no es nada más el hecho de recordar simplemente lo que ha sucedido, sino el hecho de saber aprovechar de manera adecuada esos recuerdos.

De tal manera, lo que debe perseguirse no es lo que se ha llamado “el estudio del pasado por el pasado mismo”, esto es, conocer los hechos acaecidos para recreo exclusivo de quien los conoce o para que el estudioso pueda impresionar a los demás con su erudición, colocándose así en un plano de falsa superioridad respecto de sus congéneres. Lo que debe hacerse es un estudio del pasado tendiente a lograr su comprensión y, posteriormente, pasar a una explicación que pueda ser asequible. Pero explicar el porqué suceden las cosas en vez de preocuparse nada más por conocer las que sucedieron, obliga a un replanteamiento importante en el empeño de quien enseña o escribe historia. Uno de ellos sería el de aceptar que el conocimiento de los hechos aislados cede importancia al de las situaciones, es decir, al de los conjuntos de hechos, lo que permite obtener elementos más amplios y dar explicaciones más generales.

¿No es indispensable conocer la situación política mesoamericana, por ejemplo, para entender por qué algunos grupos indígenas se aliaron con los españoles?

 

la historia no es de un héroe

Puesto que en la historia de un pueblo han participado y participan todos en mayor o menor medida, no se puede satisfacer el conocimiento de una época solo mediante la biografía de un solo individuo, por importante o representativo que éste haya sido, ya que un hombre nada vale solo sin el concurso de la sociedad a la que pertenece.

     ¿Puede pensarse en lo que hubiera sido de Hernán Cortés sin la presencia y los recursos de quienes lo acompañaban y sin la peculiar situación política y socioecónomica con que se topó en América y de la que él mismo provenía en España?  ¿Puede imaginarse lo que hubiese sido de Cuauhtémoc sin los recursos acumulados por los aztecas a lo largo de varias generaciones y la férrea decisión de éstos por defender lo mucho que se les podía quitar?

     En muy poco, sin duda, ayuda a entender el fenómeno de la Conquista de México el hecho –tan divulgado por cierto–, de que el capitán extremeño haya derramado sus lágrimas bajo el ahuehuete cercano a Tacuba o que el Joven Abuelo haya resistido con tanto estoicismo el tormento que le fue impuesto por los vencedores. Lo que sucedió no puede reducirse a dos biografías, puesto que el fenómeno es de tal magnitud como la que puede tener el enfrentamiento de dos mundos que nunca antes se habían conocido entre sí.  Por lo mismo, concurren en él muchísimos elementos más y de índole sumamente diversa, ideológica, política, social, económica, etcétera, los cuales, si no se toman cada uno en cuenta, darán una imagen de lo sucedido excesivamente parcial y fragmentada.

 

La historia no es únicamente política

Uno de los requerimientos primarios que los tiempos actuales imponen al conocimiento del pasado es el de no preocuparse únicamente por unas cuantas vidas, o el considerar que las acciones de un hombre son suficientes por sí solas.

     No quiere decirse que no sean importantes los asuntos bélicos o los asuntos políticos preferidos por la mayoría de los historiadores de antaño, lo son y mucho, pero aisladamente no permiten explicar gran cosa. Sin duda alguna que es muy útil saber, por ejemplo, cómo penetraron los conquistadores en el territorio que actualmente es mexicano, en qué forma estaban organizados, qué dificultades tuvieron entre ellos y con sus autoridades, cuáles fueron las batallas que ganaron y cómo se desarrollaron éstas, etcétera. Pero es indispensable también saber, en este caso, cómo se financiaban y abastecían, qué clase de gente era, qué pensaban de ellos mismos y del panorama que tenían enfrente, qué esperaban encontrar ahí, a qué estrato social pertenecían y cuáles eran sus características, de qué tipo de mundo provenían y en qué clase de mundo penetraban. Tantas y tantas cosas, a veces soslayadas, pero tanto o más importantes que lo repetido por doquier.

 

Lo didáctico de la historia

El hecho de que la principal función del estudioso de la historia sea la de ayudar a comprender el presente, lo debe alejar de otra posición asumida, muy frecuentemente, y que no deja de ser en exceso pedante.

     Se trata de esa pretensión de enseñar a los demás qué es lo que tienen que hacer para caminar “por la senda correcta” hacia el futuro. Este papel de guía espiritual vuelve insoportables tanto a la historia como a los historiadores, además de que siempre los conduce hacia el más sonado fracaso.

     Aunque Cicerón y otros muchos hayan dicho que la “historia es maestra de la vida”, por “maestra” se entiende que debe señalar lo que debe hacerse con base en soluciones anteriores ante problemas semejantes. Este papel docente de la historia se convierte en un verdadero fraude. Nada es tan erróneo como suponer que algo acaecido ayer puede repetirse hoy de una manera exacta; por lo tanto, tampoco debe el historiador asumir el papel de andar prediciendo el futuro.

     Por otro lado, la mencionada frase de Cicerón, tomada con un criterio individualista, ha llevado a suponer que del particular comportamiento de los llamados próceres pueden sacarse ejemplos imitables en el presente.  Incluso ha llegado a proponerse que los niños en las escuelas deben estudiar cuidadosamente las biografías de los grandes héroes a fin de emularlos de la mejor manera posible, para que la “patria sea grande”, como si las circunstancias y las posibilidades de hoy fuesen las mismas que las de ayer.

¿No surgiría un grave conflicto entre educación y realidad si se impusieran como ejemplares las vidas de Hernán Cortés o de Miguel Hidalgo, inspirando al joven estudiante, fácilmente impresionable, para que saliese armado a la calle a matar indios o “gachupines”, según el caso?

 

La historia no se repite

La referida frase de Cicerón fue acuñada en una lejana época en la que se tenía un concepto cíclico de la historia, esto es, en la que se suponía que periódicamente las cosas irían repitiéndose, de acuerdo con lo cual era aceptable que, ante una situación determinada, pudiera aprovecharse una experiencia habida anteriormente y que el historiador, aunque parezca un contrasentido, pudiera ser capaz de predecir el futuro.

     Pero hace mucho tiempo ya –desde que el cristianismo adquirió su hegemonía– que el círculo fue roto y el hombre pasó a pensar en la historia como en algo lineal con un principio y un fin de los tiempos.

     Este concepto lineal, en el sentido de que las cosas no se repiten, subsiste aún, pero ya no se pretende ir más allá de lo que permite el conocimiento científico. Además, las preocupaciones sobre el destino final han   sido abandonadas por los historiadores y relegadas al campo de la metafísica, donde cualquier especulación, por insólita que ésta sea, puede ser permitida.

     Por otro lado, el materialismo histórico ha dejado bien cimentada ya la irreversibilidad de la historia, la imposibilidad de volver atrás.  De hecho, hoy estamos por completo convencidos de que por mucho que puedan parecerse las situaciones y los hechos todos tienen más o menos características que los diferencian de los demás, y que es imposible encontrar una copia exacta de algo acaecido anteriormente.

     Ello hace que cualquier fenómeno del pasado deba ser cuidadosamente estudiado por sí mismo y que su explicación deba provenir de su adecuado conocimiento y no de lo que sucedió en otro lugar o en otro tiempo.

     Con esto no quiere decirse que no deba tomarse en cuenta el acaecer de otros lugares y de otras épocas, puesto que la comparación, o sea, la búsqueda de similitudes y de diferencias, es un recurso muy útil para lograr una mejor explicación histórica, pero ello no debe llevarnos a perder de vista la singularidad propia de cada una de las situaciones.

 

Importancia de la historia

En suma, puede decirse que ninguna sociedad puede o debe prescindir de su historia, puesto que ello implicaría que perdiera la noción de su lugar en el tiempo y, más aún, la conciencia de sí misma, con todas las graves consecuencias que ello traería consigo.  Realmente no se tiene noticia de que una comunidad haya incurrido en ello por completo, pero sí sabemos que más de alguna tiene poco conocimiento de su propio pasado y, por lo mismo, se encuentra más indefensa, más pasiva y a merced de otras.

     La historia es la raíz misma de una comunidad y, por lo tanto, el entendimiento de ella es uno de los elementos que más ayudan a dotar a cada uno de sus miembros de un sentimiento de identificación con los demás y con el lugar donde viven.  De tal manera, resulta muy importante que su conocimiento sea lo más amplio  posible, para que la explicación que pueda obtenerse sea la más adecuada para respaldar la tarea de afrontar el futuro común.

 

La historia debe ser de todos

Vale señalar un problema, nada pequeño por cierto, que consiste en la manipulación del conocimiento y de la interpretación del pasado por parte de los grupos que están en mejores condiciones de hacerlo, lo cual es especialmente grave porque puede lograrse que un pueblo entero crea de sí mismo lo que sólo a una pequeña porción le interesa que crea.

     Ello es más posible en la medida en que menos y menos capacitada esté la gente para indagar libremente sobre su historia y reflexionar en forma abierta sobre ella. Así pues, también resulta importante entender que el conocimiento histórico debe ser un patrimonio de todos y no  sólo un ejercicio reservado para beneficio de unos cuantos.

     En México, especialmente, dado el poco acceso que los mexicanos hemos tenido a la educación desde los tiempos más remotos, la manipulación del conocimiento histórico por parte de los grupos dominantes es algo que apenas ha empezado a combatirse en los últimos años; pero aún predomina la pretensión de manejar el conocimiento de nuestro pasado en función de los intereses particulares o de los particulares intereses de un pequeño grupo, y no en función de un verdadero interés colectivo y nacional.

     En el caso de la Conquista de México, por seguir con el ejemplo, a pesar de tratarse de un fenómeno tan lejano en el tiempo, aunque muy vivo todavía en nuestras conciencias, es muy claro cómo se ha ido presentando según la conveniencia particular de quienes han tenido la posibilidad de escribir.

     Otra de las razones de que la historia haya estado al servicio de un pequeño grupo, lo es que, hasta hace muy poco, no habían existido en México historiadores profesionales con las condiciones necesarias para comprometerse más libremente con su oficio y menos con una secta determinada.

     “Cuando tengo tiempo no tengo pan y cuando tengo pan no tengo tiempo”, diría Manuel Orozco y Berra, durante la segunda mitad del siglo xix, para expresar que de su oficio de historiador no podía vivirse.

     O bien era gente que escribía a sueldo o que lo hacía para conseguirlo. O eran historiadores quienes disponían de suficientes recursos para solventar su costosa afición, pero sin consentir que ésta se revirtiera en contra de sus intereses particulares; o estaban entregados a una causa política concreta y escribían sobre lo que a ella podía favorecer, callando, a veces arteramente, todo lo que pudiera perjudicarla.

     Es evidente que ha habido excepciones. Que no ha dejado de haber quien ha historiado con un buen grado de libertad y de independencia –la libertad y la independencia total no es posible–, pero también es evidente que estos casos han sido casi excepcionales y no exentos de heroicidad.

     Sea como sea, el quehacer del historiador generalmente ha sido en México una actividad complementaria a la que se ha recurrido para alcanzar otro fin, aunque éste haya sido simplemente llenar las horas de ocio de quien todo tiene y permitirle descollar en sociedad con la aureola de poseer una vasta biblioteca, una amplia cultura y unos cuantos libros escritos y publicados.

     En suma, puede asegurarse que una buena parte de nuestra historiografía ha estado al servicio de causas particulares y no de la nación entera, como hubiera sido el caso si se hubiese procurado más alcanzar una explicación de cómo y por qué hemos llegado a ser de tal manera o, según ha dicho con toda verdad un historiador contemporáneo, a “dar explicaciones por los muertos, no a regañarlos”.

 

El historiador no es un juez

Esta última frase se refiere a otro gran vicio que con frecuencia aflora en nuestra labor historiográfica.  Se trata de un afán de polemizar con el pasado y  recriminar a sus hombres más connotados una serie de errores, a todas luces más percibibles para el hombre de hoy que para el de ayer, formulándoles gran cantidad de acusaciones, de reprobaciones o, en algunos casos, de felicitaciones que desvirtúan la posición de simple mortal que el historiador tiene y lo llevan a asumir papeles que no corresponden a sus limitaciones. Tal es el caso de pretender erigirse en una especie de supremo juez de lo pasado y dictaminar, desde una falsa cumbre, sobre la bondad o maldad de lo acontecido.

     ¿Quién nos ha dado atribuciones, por ejemplo, para condenar a los tlaxcaltecas con el duro calificativo de “traidores” a nuestra nación, 300 años antes de que ésta se constituyese, por el hecho de haberse aliado con quienes iban a combatir a sus ancestrales enemigos?

     Es indispensable que los que se dedican a estudios históricos no pierdan de vista lo modesto de su papel de hombres de carne y hueso y que, por lo tanto, no son ni divinidades ni superhombres. Que entiendan que lo sucedido es irreversible puesto que ya no puede cambiarse y que nada se gana regañando o condenando a los muertos.

     Estamos de acuerdo con que el México de hoy ni siquiera se asemeja a lo que desearíamos que fuera y que muchas de las cuestiones que ansiamos erradicar provienen, en gran medida, de nuestra propia historia; pero no es lícito transformar este resentimiento en una crítica irracional.  En cambio, sí vale estudiar muy bien las características de todo lo inaceptable, analizarlas y comprenderlas, con el fin de combatirlo mejor.

     De hecho, es precisamente la serenidad con que los pueblos miran hacia atrás lo que mejor revela su madurez y les permite aprovechar más sabiamente su conocimiento histórico.

     Claro que esto es algo particularmente difícil para nosotros que tenemos una historia forjada a sangre y fuego, en la que no han faltado ni cruentas y costosísimas invasiones extranjeras, mexicanos que prefirieron separarse para tomar otro camino, guerras civiles por doquier, cuartelazos y pronunciamientos en grandes cantidades y, lo más grave de todo, esa miseria irresuelta, generación tras generación, que mantiene en el abandono y la marginalidad más completa a millones de compatriotas, con toda la violencia solapada y cotidiana que ello es capaz de provocar. He ahí un asunto que no debería olvidar el historiador contemporáneo.

     En lo que a la Conquista incumbe, por caso, es indudable que nuestra inmadurez se ha mostrado con meridiana claridad: los españolizantes, que se han obcecado en cantar glorias a la gesta de los conquistadores y en detractar el substrato nativo; aquellos que podríamos llamar, con cierta reserva, indigenizantes, que se han solazado en lanzar vituperios contra Hernán Cortés y compañía y en emitir loas al mundo prehispánico; los que han buscado en la “grandeza” de los contendientes la razón de una supuesta superioridad de nuestra nación sobre las otras, o los que en las “lacras” de los beligerantes justifican la minusvalía que nos atribuyen.

     Todos ellos han sido unos baluartes extraordinarios para enmarañar aún más las cosas y las mentes mexicanas, envenenar los ánimos de nuestros compatriotas, ya de por sí propensos a la ponzoña, y conseguir que se pierdan de vista muchos aspectos por demás importantes de nuestra historia que requieren ser estudiados con urgencia.

 

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* Doctor en historia; miembro de número de la Academia Mexicana de Historia, sni3, e-mail: muria@infosel.net.mx