La geopolítica, el imperio español y los colegios franciscanos apostólicos de América

 

Patricia Escandón*

 

 

En los años 80 y 90 del siglo xvii la otrora poderosa monarquía española tocaba fondo y daba inequívocos signos de agonía. Para todos resultaba evidente que el balance del régimen de ese débil mental que fue Carlos ii era francamente desastroso: arcas en bancarrota, continuos descalabros militares en Europa, corrupción en el gobierno, hambres y postración general del reino.

Esto explica que las potencias rivales de España–Francia, Inglaterra y Austria– comportándose como jóvenes y ambiciosas herederas en la antecámara de un moribundo, intentasen repartirse cuanto antes el legado. Para ello efecto celebraron, en 1668 y 1699, sendos conciliábulos en los cuales, por cierto, no pudieron llegar a ningún acuerdo sobre sus respectivas tajadas.

Como fuese, el gran trofeo en disputa era, en principio, los territorios del Viejo Mundo sobre los que España aún ejercía algún dominio, en más de un caso nominal: Italia, los Países Bajos, el Franco Condado… Pero tampoco escapaban a estas negociaciones de “partición” las regiones que sí estaban sujetas a la égida de Madrid: las Indias Occidentales y Filipinas.

En cuanto al gran imperio ultramarino, los escollos que en el siglo xvi se presentaron a las empresas de conquista de la corona castellana fueron poca cosa, comparados con los desafíos que trajo la centuria siguiente para la conservación de lo ganado: entre los principales estaban la implantación y operatividad de sistemas gubernativos y fiscales en Indias, el resguardo del monopolio comercial, la protección de las remesas de plata y la salvaguarda de su soberanía en las tierras americanas.

Por cierto, y como ya lo habían experimentado otros imperios de la antigüedad, parecía conside­rablemente más fácil conquistar que retener y administrar, mucho más cuando había tantos y tan poderosos aspirantes a hacerse con la pingüe heredad extraeuropea de España.

Finalmente, ¿qué eran los territorios de ultramar? Pues algo así como un alfil si se quiere, una importante pieza de ajedrez, pero al cabo una pieza en el gran tablero de las estrategias del poder europeo.  Para los rivales de España, América resultaba un interesante botín, una fuente de recursos y un mercado que, aunque mal aprovechado por el reino castellano, había sido beneficiado enormemente.

Para España, las Indias constituían en verdad un patrimonio imprescindible, pero también un gran problema que crecía a medida que avanzaba el tiempo. Así lo expresaban varias voces peninsulares en el siglo xvii; por ejemplo, las de muchos “arbi­tristas”–esos oficiosos planificadores que pretendían mejorar con sus consejos los asuntos y el erario públicos– quienes manifestaban abiertamente su desencanto y su crítica respecto de los reinos de ultramar. Acusaban a éstos de ser la causa de la ruina de la patria, por haber mermado su capital humano y distraído sus fuerzas, por haberla anegado con un aluvión de plata que sólo llenaba los bolsillos de extranjeros; les achacaban ser el origen de todo género de males: la penuria, la carestía, la venalidad y hasta la relajación de las costumbres, e incluso, “con evidente injusticia [les adjudicaban] la responsa­bilidad de las dificultades políticas y militares en las que se debatía la monarquía”.

Hasta el propio rey Felipe iv llegó a afirmar en algún momento:

 

“la presente necesidad casi toda ha nacido de haberse descubierto las Indias, porque la emulación de poseerlas le había concitado los mayores enemigos, y su población ha dejado tan exhausta a España que por eso experimenta gran falta en ella”.1  

 

Según este juicio, ya bastante generalizado en la España del siglo xvii, América resultaba una especie de onerosa carga, cuando, en teoría, debería haber servido justo para lo contrario: para el engrandecimiento de su metrópoli; para realzar su papel en el escenario europeo. No puede decirse que las complicaciones fueran imaginarias, no; sin embargo, se repartían mal las responsabilidades, pues, en último término, la culpa de tal situación no era de América, sino de las políticas erráticas de la monarquía española y de su burocracia.

 

La desprotegida y vasta  realidad americana

 

Más que por obra de un control o de una soberanía metropolitanos efectivamente ejercidos, el que el enorme imperio español se hubiese mantenido vinculado a la corona de Castilla a lo largo de dos siglos, habría que atribuirlo a una combinación de factores funcionales: un complejo aparato administrativo de pesos y contrapesos, una carga persuasiva de ideología, cultura y lealtad; unas peculiares modalidades de autogobierno, apoyadas en el consenso y el pacto, y un importante conjunto de intereses indivi­duales y de grupo.

Como fuese, al término del xvii el ámbito america­no, como prolongación del peninsular, era un mundo estamental, corporativo, religioso y fiel observante de su tradición político-teocrática plasmada en la dupla de poder corona-iglesia católica.

Los funcionarios reales en Indias velaban tanto por los intereses del rey como por los particulares, en una red de complejas y elaboradas negociaciones con la élite colonial y con la metrópoli. Había una organización política ramificada en dos extensos virreinatos: Nueva España y Perú, en cuyo seno había diez audiencias: Santo Domingo, México, Guatemala, Guadalajara, Panamá, Lima, Santa Fe de Bogotá, Charcas, Quito y Chile y alrededor de 30 gobernaciones, desde La Florida hasta el Río de la Plata. Evidentemente, entre más alejadas estuvieran las jurisdicciones políticas regionales de los centros urbanos de poder, más débil era la influencia de la autoridad central en ellas, de modo que vigilarlas era difícil.

En la iglesia indiana de las postrimerías del xvii, predominaba aún el brazo regular, formado por las poderosas corporaciones de franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas, carmelitas, mercedarios, capuchinos…, aunque ya perdía terreno ante su cada vez más fortalecida contraparte secular, es decir, el cuerpo del episcopado y su estructura parroquial.

Pese a sus desavenencias, ambos cleros hacían labor de conjunto para mantener el control de las almas y los cuerpos de la grey americana, apartándola de la tentación de alzarse contra la majestad divina o contra la terrenal. Con ello, le ahorraban a la corona la necesidad de organizar costosas milicias para mantener la paz o para desalentar potenciales insubordinaciones.

La jurisdicción eclesiástica en Indias incluía entonces 34 obispados, desde el de Durango, en el norte novo­hispano, hasta el de Concepción, en el sur de Chile.  En tanto que las provincias o territorios de las diferentes órdenes religiosas alcanzaban un número similar, pues los franciscanos sólo tenían catorce de estas demarcaciones en el inmenso espacio comprendido entre La Florida y Chile.

Entre 1524 y 1580, esta iglesia, y en particular la misionera, había contribuido de manera significativa a afianzar la soberanía española en la “América nuclear”, o sea en aquellas áreas densamente pobladas, asiento de las grandes culturas indígenas.

De fines del xvi a las postrimerías del xvii habían ampliado bastante sus campos de trabajo, intentando avanzar, con fortuna desigual, sobre regiones margi­nales, aún más extensas y más agrestes –selvas, áridas llanuras, serranías– que eran habitat de grupos indígenas de menor nivel cultural y, en general, belicosos. Hacia esta “América periférica intermedia”,2  se desplazaba también la expansión empresarial y colonizadora española. 

Es cierto que en dichas regiones no siempre abrían brecha los misioneros solos, pues a veces los acompañaban  piquetes de soldados que, al pacificarse la zona, solían quedarse a radicar en ella como colonos. Pero con o sin el apoyo de las armas, puede decirse que los evangelizadores constituían la punta de lanza para la marcha del poblamiento, para la ocupación e incorporación cabal de territorios y grupos humanos a la órbita del poder hispánico. Dicho en breve: la misión o la doctrina precedía invariablemente al alcalde, al ayuntamiento y a las cajas recaudadoras de la Real Hacienda.

El hecho es que, al terminar el xvii el avance europeo se dirigía a los “confines del imperio”: el gran norte novohispano, las selvas y costa centroamericanas del Atlántico, el litoral caribe de Tierra Firme, la Amazonía, la Araucanía, la cuenca del Plata. Porciones territoriales de nadie, a las cuales España pretendía extender inobjetablemente sus pendones.

Y para el efecto, en el gran septentrión de Nueva España, los esfuerzos fundacionales de los franciscanos se concentraban en Florida, Texas, Nuevo México, Arizona, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas; y los de los jesuitas en Chihuahua, Sinaloa, Sonora y, última­mente, en Baja California.

Al sur, en Chiapas y Guatemala, se desa­rrollaban las tentativas dominicas de reducir a lacandones e itzaes; en la costa atlántica de Centroamé­­rica, con casi ningún fruto, laboraban los franciscanos en Honduras, Nicaragua, y Panamá. Y no mejores resultados obtenían los capuchinos en la Guajira de Colombia y en los llanos venezolanos. La Montaña, al este de Perú, y la meridional frontera peruano-boliviana veían el trabajo denodado y no tan redituable de franciscanos, agustinos y dominicos.

Territorios de acción jesuita, y de muy difícil cosecha, eran las selvas del Marañón (Amazonía ecuatoriano-peruana), las regiones orientales bolivianas de los mojos, chiquitos y chiriguanos así como las tierras paraguayas de los guaraníes, el Gran Chaco, la Pampa argentina y la Araucanía chilena.

En buena parte de los casos, los empeños doctrinales-aculturadores en los confines imperiales se malograban por la renuencia u hostilidad de los mismos indígenas. Esto fue lo que ocurrió con las fundaciones de Nuevo México, arrasadas por la rebelión de los indios pueblo en 1680.

Pero en otros, los problemas los causaba la acción depredadora o sediciosa de los extranjeros, como en la península de La Florida y en la Tologalpa nicara­güense,3  donde los británicos, solos o acompañados por aliados nativos, hacían estragos en las precarias y titubeantes reducciones de frontera. Lo mismo aconteció en las fundaciones jesuitas del Paraguay, asaltadas reiteradamente por bandeirantes portu­gueses, que hacían presa de los indígenas para esclavizarlos y destruían los poblados; o también en Texas, donde, sin acosar realmente, se cernía la amenaza de los cercanos asentamientos franceses de la Luisiana.

Y ya fuera de las regiones fronterizas de misión, en las estratégicas puertas de entrada a sus dominios o en las plazas de flujo de remesas de plata y de mercancías, las cosas pintaban bastante mal para España, pues sus rivales le asestaban continuos y dolorosos golpes. Los holandeses se habían asentado en una porción del noreste de la costa de Brasil y en Curazao desde los años 40 del siglo. Los ingleses ocuparon Jamaica en 1655 y también Barbados, San Cristóbal y Antigua; los franceses hicieron lo propio en Tortuga, Martinica y Guadalupe; más el occidente de Santo Domingo.

Varios años después, España reconocería diplomáticamente la soberanía de estas naciones sobre tales puntos, pero no sin que antes la piratería de los referidos países hubiera atacado, y en algunos casos ocupado impunemente, los puertos de Maracaibo (1666, 1669 y 1678), Portobelo (1668), Panamá (1679), Veracruz (1683), Campeche (1685), Guayaquil (1687), Cumaná (1689) y Cartagena (1697), centros neurálgicos del tráfico mercantil y de las remesas de metal.

Es verdad que todos estos acontecimientos eran sintomáticos de la avidez con la que las otras potencias europeas buscaban los recursos de las Indias y el quebrantamiento del monopolio comercial ibérico, pero, sobre todo, venían a poner en evidencia la vulnerabilidad del aparato defensivo español en América.

Aunque el Consejo de Indias tuvo su Junta de Guerra desde 1600, lo cierto es que la defensa del imperio ultramarino estaba apuntalada sobre sueños y buenas intenciones. Sin duda lo más  preocupante era el golfo de México, el Caribe y las Antillas, las “llaves de las Indias”, pero, en los hechos, los puertos vitales de esta región estaban atenidos a sus propias fuerzas. Había en ellos fortalezas aisladas, a donde se destinaban compañías de soldados de fortuna y gente de leva, ridículamente pequeñas y mal pertrechadas.

Se carecía de un plan defensivo global y de una cadena operativa de baluartes, por ello, en las frecuentes emergencias por ataques enemigos, se apelaba a la ayuda y voluntad de los vecindarios que dispusiesen de algunas armas. Esgrimiendo el argumento de que “la defensa de las Indias” equivalía a la protección de “los bienes, la patria, la religión y la felicidad”, la corona esperaba que, llegado el caso, cada súbdito luchase por la población donde vivía o donde estaban sus posesiones.4 

 

La contraofensiva de la casa Borbón

 

El desmesurado crecimiento de la figura del rey proyectó, en el siglo xviii, una enorme sombra sobre el cuerpo social del imperio. La nueva dinastía de los Borbones y su ilustrada élite ministerial concebían al poder regio como algo patrimonial, centralizado y absoluto, no susceptible de negociación ni consenso. Y como el más ferviente deseo de ambas era restablecer la perdida primacía española en el concierto internacional, echaron a andar, para tal propósito, el magno y conocidísimo programa de las reformas borbónicas, el cual introdujo cambios en todos los órdenes de la vida metropolitana y colonial. Los más acusados de ellos afectaron a América, en la medida en la que, de su aportación de recursos dependía esta ansiada vuelta a la cúspide.  La divisa del moderno estilo de gobierno sería uniformar e imponer disciplina bajo una ley universal, sin excepción de personas o instituciones.

Así, mediante una fuerte ofensiva económico-hacendaria que afectó a particulares y a corporaciones, la corona se aseguró un creciente e interrumpido flujo de ingresos a sus arcas. Igualmente, para conso­lidarse como único depositario del poder, el trono disolvió su antigua asociación política con el altar, le impuso su preeminencia, lo despojó de responsabilidades públicas y de atribuciones judiciales y le encomendó, exclusivamente, la atención espiritual de sus súbditos.

El candado para la autonomía del conjunto de la antigua burocracia ultramarina fue un reordenamiento integral de la estructura político-administrativa, representado en el sistema de Intendencias, en el que se dio prioridad al funcionariado castrense y fiscal. Una novedosa unidad político-militar, la Comandancia General de las Provincias Internas (1776), se hizo cargo del gobierno del norte de la Nueva España; en tanto que, en el hemisferio sur, se establecieron dos nuevos virreinatos: el de Nueva Granada y el del Río de la Plata (1777). Del primero se desprendería la Capitanía de Venezuela y del segundo la de Chile. La función de estas entidades sería cohesionar mejor aquellas regiones limítrofes, estimular en ellas una mayor productividad económica e impositiva y poner cortapisas al contrabando y al expansionismo, británico en el norte y luso-brasileño en el sur. Todo bajo la consigna  del control, el orden y la defensa.

A partir de 1740, la metrópoli creó la carrera de las armas y formó un cuerpo de oficialidad, integró ejércitos profesionales y milicias y  reorganizó  su marina. La nueva concepción logística trazó líneas de protección –que incluían puertos, ciudades, caminos, costas, etcétera– en torno a una serie de puntos cruciales. En este tenor se diseñaron tres “triángulos defensivos” para América. El primero, el del Caribe, tenía por vértices San Agustín de la Florida, al norte; Cartagena de Indias, al sur, y Veracruz, al oeste.5  El segundo se ubicaba en el sur del mismo litoral atlán­tico, en la zona del Plata, con dos puntos clave: Buenos Aires y Montevideo. El tercero, estaba en el Pacífico y tenía dos vectores fundamentales: uno que arrancaba en Acapulco para enlazar con el extremo oeste de la línea de presidios de las provincias internas, y el segundo, centrado en la defensa de la “facha­da” del Pacífico, desde Panamá hasta la frontera de fuertes del Bío Bío, en Chile.6 

Y como suele ocurrir en infinidad de casos, detrás de esta revolución administrativa y de la complejísima instrumentación de tantos proyectos, había una intención bastante simple, y ésta era que España pretendía mandar bien dentro de su casa y reivindicar títulos de propiedad sobre los terrenos baldíos inmediatos a ella, antes de que la desenfrenada competencia extranjera lo hiciese.

 

Un nuevo plan para la iglesia misionera

 

En principio, el golpe más fuerte de la ofensiva regalista sobre la estructura de la iglesia católica se lo llevó el brazo regular. La joven iglesia misionera del xvi había sido utilísima en la empresa de apropiación y control de los territorios ultramarinos, pero ahora, cuando su edad era más avanzada y su cuerpo mucho más volu­minoso, llevaba una vida sedentaria y harto más cómoda en sus doctrinas y parroquias, donde se disputaba la cura de almas con el clero secular.

Esgrimiendo sus antiguos privilegios pontificios, las órdenes religiosas litigaban con los obispos y con las autoridades civiles por cuestiones de independencia y jurisdicción, y en lo interno, desarrollaban encarnizadas luchas entre bandos peninsulares y criollos por el control de los gobiernos de sus provincias. Disponían, casi todas, de un gran número de efectivos, residente en conventos urbanos donde ya no se vivía de limosnas, sino en mucho de las rentas que producían los capitales acumulados y las propiedades inmuebles que les donaban los fieles.

En la opinión de los nuevos funcionarios, este clero regular americano, cuantioso, relajado, indolente y parásito, constituía una pesada e inútil maquinaria, una rémora que se interponía a los proyectos moder­nizadores del Estado. Tenía demasiada fuerza, demasiado ascendiente sobre la población colonial y, no siendo ya necesarios sus servicios para mantener el orden público, había que proceder urgentemente a disminuirlo y reformarlo.

De esta suerte, a través de la prohibición de nuevos ingresos y de otras medidas, se logró reducir sustan­cialmente los contingentes de frailes, y a los que quedaron se les amontonó en unos cuantos conventos. Buena parte de las doctrinas y curatos de los religiosos fueron entregados a sacerdotes ordinarios de las distintas diócesis. Un renovado cuerpo de obispos  –incondicionales funcionarios reales de anillo pastoral– fue destinado a las mitras de Indias, con la misión de someter a las órdenes religiosas a la nueva disciplina regia. De ahí en adelante, en la teoría y en la práctica, se afianzó el principio de que la institución eclesiástica indiana quedaba enteramente sujeta a  los superiores intereses del Estado.

Con todo, había una modalidad de trabajo del clero regular que no fue ni restringido ni coartado, pues interesaba vivamente al gobierno español por la utilidad que podía reportarle: ésta era la actividad misional en zonas de frontera.

En el escenario americano dicha labor la conducían en especial dos institutos, el jesuita y el franciscano, y aunque las numerosas fundaciones patrocinadoras de uno y otro representaran prolongaciones de la “cristiandad española” en las áreas periféricas del imperio, no eran ni con mucho dominios permanentes o estables. Así lo demostraron los graves alzamientos indígenas en Chihuahua, Nuevo México, Durango, Sonora y otras provincias norteñas novo hispanas, que pusieron en entredicho los logros del trabajo misional.

Sin embargo, con avances y descalabros, ambas corporaciones seguían sosteniendo sus áreas de conversiones que, además, limitaban con los territorios de posesión o influencia de otras potencias. Las fundaciones del Paraguay-Paraná y las bolivianas de los mojos, chiquitos y chiriguanos atendidas por la Compañía de Jesús eran fronterizas de las posesiones portuguesas.

En el otro extremo, el noroccidente de Nueva España, los jesuitas tenían 107 establecimientos de evangelización7 que, junto con el disperso patrón de misiones franciscanas del norte y noreste simbolizaban, si no el dominio, cuando menos, la fijación del estandarte español en extensas franjas territoriales, allí donde el galopante expansionismo británico acometía desde el Mississippi, amenazando con extenderse hasta el Pacífico.

Pero los ingleses ya no eran los únicos interesados en el proyecto, pues, desde las aguas boreales de este oceáno, descendía al escenario un nuevo rival: los súbditos del imperio ruso, los cuales exploraban, navegaban, comerciaban y pescaban libremente en su extensísima costa.8  

Poner coto a estos intentos expansivos de los extranjeros y dar empleo “útil” al excedente de clero regular en las misiones de indios insumisos fueron los dos factores que decidieron a la corona a promover el avance de su iglesia misionera sobre la “América periférica terminal”. Y en esta empresa, la orden franciscana tuvo un papel protagónico a través de una de sus instituciones.

 

Los colegios apostólicos franciscanos

 

Es de sobra conocido que los colegios, llamados de Propaganda fide o “propagación de la fe”, aparecieron en América en 1683, en el corazón mismo de la Nueva España. También se sabe que estos planteles fueron ideados por las autoridades de la orden como centros selectivos y formativos de personal misionero, al que se proporcionaría la mejor formación intelectual y moral posible, orientada a la prédica entre infieles, pero también entre fieles.

El invento –aunque no del todo original– se debió a fray José Jiménez Samaniego, ministro general franciscano, y su instrumentación a fray Antonio Llinás, misionero de Michoacán. Cabe decir que el proyecto nació en un clima de recelo por parte de la corona española, porque el pontífice romano, Inocencio xi, alentaba pretensiones de intervenir directamente no sólo en la legislación que daba vida al nuevo instituto, como era su facultad, sino en el desarrollo mismo de su futuro trabajo misional en Indias.

Y esto constituía una tentativa de atropello al Real Patronato y a la regalía de los reyes castellanos, que Carlos ii no estaba dispuesto a permitir.9  Finalmente, los problemas se zanjaron; el papa bendijo la fundación y el rey la autorizó: después de todo, para contener cualquier abuso de la curia romana disponía de dos armas: el derecho del execuatur o pase regio y la aportación de recursos de la Real Hacienda para fomentar el trabajo misional.

Cuando surge aquel primer Colegio de propaganda fide, el de la Santa Cruz de Querétaro, en 1683 y con 24 misioneros, realmente no se preveía la erección de más centros similares. Antes tendrían que ocurrir dos cosas: la primera, el ajuste de una legislación adecuada, tema muy ventilado entre la corona, la orden franciscana y la sede pontificia, y la segunda, el desa­­rrollo efectivo del trabajo del nuevo plantel.

Las labores iniciales de los padres queretanos consistieron en la prédica de misiones “populares” entre fieles –tema sobre el cual se volverá más adelante. Así recorrieron los obispados de Michoa­cán, Jalisco, Puebla,  México, Yucatán y Guatemala, y se dice que todo con tan buen éxito, que los vecindarios pronto empezaron a extender peticiones e instancias a fin de que se establecieran otros institutos similares, solicitudes acompañadas “de buen acopio de recomendaciones de las autorida­des civiles y eclesiásticas locales”.10  

De esa manera, a la vuelta de sólo cuatro años, el fundador Llinás ya pretendía la apertura de otras filiales en América. Sin embargo, esperando resultados más convincentes, el cauto Consejo de Indias reflexionaba sobre la conveniencia de autorizar una más, quizás en el Perú.11      

Y es que las cosas no iban tan rápido como fuera deseable, al menos en lo que más importaba a la corona: las empresas de poblamiento y evangelización en las fronteras. Después de algunos tanteos y entradas, sólo hasta los años de 1688-1690 los religiosos de la Santa Cruz lograron trabajar con ciertos frutos en misiones de indios gentiles: algunos en el sur de Nueva España, en Guatemala y Costa Rica, y otros al norte, en Texas y Nuevo México.

Poco más adelante, entre 1692 y 1694, gracias a la buena recepción que tuvieron unas misiones populares de los padres Margil, López y Rebullida, la provincia franciscana de Guatemala cedió a los predicadores un pequeño convento, del que éstos hicieron su centro de operaciones. Una real cédula de 1700 convirtió a dicha casa en el Colegio Apostólico de Cristo Crucificado, el segundo fundado en las Indias.

En relevo de sus hermanos observantes, los misioneros guate­maltecos se dieron primordialmente a la tarea de evangelizar a los grupos de las montañas de Talamanca (oriente de Costa Rica), aunque también lo intentaron en Honduras y Nicaragua. Con más contratiempos que progresos, para 1765 llegaron a montar siete pueblos de misión, aunque bastante inestables por la actitud reacia de los aborígenes y por la actividad pirático-comercial inglesa en el litoral del Atlántico.

Pero de momento, y como las cosas parecían empezar a rodar por camino más llano, la corona determinó en 1707 reforzar los ejércitos espirituales de su preocupante frontera norte: así dio luz verde a la creación del Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe de Zacatecas. Su fundación, pedida y apoyada por autoridades locales y vecinos, era un auxilio para los puestos de los padres queretanos en Coahuila y Texas, que, luego de varios problemas y abandonos ocasionados por la belicosidad de los indios, parecían más o menos firmes para 1716. La labor conjunta de los Colegios de Querétaro y Zacatecas consiguió poner en pie aquí un total de dieciocho fundaciones. Andando el tiempo, el plantel zacatecano instalaría otras quince en el Nuevo Santander (Tamaulipas).

Al menos en lo referente a estos tres primeros centros apostólicos: Querétaro, Guatemala y Zacatecas, todos de la primera década del xviii, no parece haber existido ningún plan maestro de trabajo preconcebido por los misioneros o sus prelados que fuese en verdad coincidente con los proyectos de la monarquía para la salvaguarda de los confines del imperio.

Sin embargo, queda claro que, por la naturaleza y finalidades de la labor misional, sus fundaciones tenían que establecerse forzosamente en aquellos sitios donde aún quedaban grupos indígenas insumisos que debían ser incorporados a la cristiandad; lugares que, por añadidura eran disputados o amenazados por otras coronas europeas.

Por otro lado, no está de más subrayar que en la erección de los colegios –decisión privativa de la metró­poli– influían en cierto sentido las demandas expresas de los vecinos, de las autoridades civiles de la localidad y de los titulares de las diócesis. Porque, como es natural, las sedes colegiales no se establecían en las movedizas e inseguras fronteras, sino en la base más consistente de las ciudades o pueblos grandes, donde podían organizar y planear la labor, así como abastecerse de los recursos humanos y materiales necesarios para ella. Además, los predicadores empezaban siempre por hacer sus pinitos predicando entre la población cristiana.

Así que, de una u otra manera, los vecindarios, obispos y funcionarios reales encontraban ventajas en la acción de los padres apostólicos: los fieles se sentían atendidos espiritualmente y renovaban su fervor con las misiones populares; los obispos encontraban en los predicadores un valioso apoyo para edificar la moral y reformar las costumbres entre la gente de villas y pueblos, y, finalmente, los alcaldes hallaban muy provechosa la prédica y la labor de confesionario que se hacía asimismo entre los indígenas de sus demarcaciones, suave guía que los instaba a ser buenos cristianos, tributarios y trabajadores, esto es, súbditos cabales de su majestad. 

Como se ha dicho, el rey admitía y escuchaba las peticiones para la creación de nuevas casas, pero las autorizaba y fijaba campos de trabajo a su arbitrio y es evidente que, a medida que transcurría el tiempo, la línea se orientó decididamente hacia las zonas fronterizas que se debían asegurar. Para dar alojamiento a los nuevos institutos, no se concedió ningún permiso de construcción, se optó más bien por disponer y habilitar alguno de los conventos ya existentes en las provincias franciscanas de la localidad donde se fundaba. De ahí que, en realidad, la única oposición a los planteles apostólicos la llegaron a ofrecer éstas mismas, por algo parecido a los celos profesionales, pues, con los nuevos colegios, plantados en el corazón de sus propias juris­dic­ciones, veían disputadas y a veces menoscabadas sus tradicionales áreas de influencia.

En en la Ciudad de México, capital del virreinato novohispano, se estableció el año de 1733 el Colegio Apostólico de San Fernando, el cual inicialmente fue dotado con personal procedente del plantel queretano. La primera zona de labor encomendada a sus ministros no fueron las fronteras del septentrión, sino territorios propiamente novohispanos, donde aún quedaban reductos de indígenas rebeldes. Estas áreas se ubicaban en la Sierra Gorda y en los linderos del Seno Mexicano, donde, por cierto, hizo sus primeras armas en la prédica fray Junípero Serra, el futuro misionero de la Alta California.12 

Sudamérica hubo de esperar hasta 1725 para tener su propio centro misionero, en el Perú, aunque de entrada no con la categoría de colegio, sino de hospicio, o residencia para los padres apostólicos. A tales propósitos, en dicho año, la provincia franciscana de Quito le facilitó a fray Francisco de San José, vicecomisario misionero proveniente de Querétaro, el conventillo de la Concepción, en Ocopa. Dicho albergue se instaló como punto de enlace entre los conventos de la costa y los puestos de avanzada en la selva peruana. Y aunque el centro misional de Ocopa abasteció de inmediato a otras regiones de ministros predicadores, e incluso de él salieron los fundadores de otros colegios, no se modificó su condición de hospicio por muchos años.

En la década de los 50, cuando en Indias sobrevino la secularización general de doctrinas, que privó a los regulares prácticamente de todas sus parroquias, parecía llegado el momento idóneo para enviar al excedente de frailes a la primera línea de trincheras, esto es, a las “conversiones vivas”. Se alentó entonces la fundación de cuatro nuevos planteles apostólicos en la América del Sur, todos a partir de la matriz de Ocopa: dos en Colombia, Popayán (1753) y Cali (1756), que tomaron a su cargo la costa pacífica colombiana y que, más tarde, pasarían al golfo de Urabá, en el Atlántico; uno en Bolivia, Tarija (1755), cuyos misioneros avanzaron hacia el Gran Chaco, a la región de los mojos;  y el cuarto en Chile, el Colegio de Chillán (1756), cercano a la sede episcopal de Concepción, que debía ingeniárselas para atraer a la obediencia a los araucanos.  Por fin, en 1758, y con el nombre de Santa Rosa, el hospicio de Ocopa alcanzó la dignidad de colegio apostólico. El plantel se hizo responsable de restaurar primero las arruinadas misiones del Chanchamayo, Perené y Pangoa (en el actual departamento peruano de Junín) y luego, de explorar y hacer las primeras entradas a la vertiente oriental de los Andes, la llamada Montaña o Selva: el Gran Pajonal y las Pampas de Sacramento.

Otros siete colegios aparecerían más tardíamente, ya durante el reinado de Carlos iii y el de su sucesor, Carlos iv. Los planteles fueron: Pachuca (éste de la rama franciscanos descalza, en México, 1771), que se quedaría con diversas fundaciones en Coahuila; San Carlos (en San Lorenzo, Argentina, 1784) para la atención de la parte argentina del Chaco; Panamá (1785) cuyos predicadores relevarían a los padres guatemaltecos en la atención de los indígenas guaimíes de Veragua, en territorio panameño; Píritu (Venezuela, 1787), que atendió los puestos misionales de ese nombre; Moquegua (Perú, 1795), para ocuparse de las reduciones de Apolobamba, en el meridión peruano; Tarata (oriente de Bolivia, 1796), con 25 hermanos, que entraron a la región de los mojos a fin de ayudar al Colegio de Tarija; y, por último, Orizaba (México, 1799) y Zapopan (México, 1812). Estos dos, sin trabajo en las zonas de frontera, tuvieron asignada exclusivamente la prédica de misiones urbanas.13 

Así pues, desgranándose en cascada, desde Zacatecas hasta la provincia de Buenos Aires, los colegios apostólicos alcanzarían, al término de la dominación española, la asombrosa cifra de diecisiete, distribuidos así: seis en México; dos en Perú; dos en Bolivia; dos en Colombia; uno en Guatemala; uno en Panamá; uno en Venezuela; uno en Chile y uno en Argentina. Si se trazara un croquis burdo de sus áreas de actividad, quedaría de manifiesto un perfil bastante ajustado al de las actuales fronteras de Iberoamérica: y aunque por el norte estas líneas se adentrarían bastante en los estados norteamericanos de California, Arizona, Nuevo México y Texas, por el sur irían dibujando el lindero completo del territorio de Brasil: las franjas de trabajo de los colegios correspondían estrictamente a las de los confines del imperio español, ahí donde éste topaba de frente con las reivindicaciones territoriales de las coronas británica, portuguesa y francesa.

 

La expulsión de la Compañía de Jesús, decretada en 1767 fue posiblemente, el acontecimiento que más afectó a la organización misionera española: la mayor parte de las fundaciones evangelizadoras que tenían los ignacianos esparcidas por América fue encomendada a su contraparte franciscana: esto es, a uno u otro de los colegios apostólicos existentes en las Indias occidentales. Aunque cabe señalar que también sirvieron en estas suplencias obligadas las provincias franciscanas y aun las de otras órdenes, como la dominica. Empero, decididamente sin la colaboración de los religiosos de San Francisco (que después de los jesuitas era la corporación más extendida en el imperio), no hubiera sido posible sostener, mal o bien, la obra de la Compañía de Jesús. Aunque a este respecto, se debe decir que, por órdenes regias, el trabajo apostólico franciscano fue forzado a desarrollarse en modalidades muy distintas.

En cuanto a ello, punto importantísimo fue el de los recursos y la defensa de las fundaciones. Es generalmente sabido que las temporalidades (o conjunto de bienes materiales de las misiones, como ganado, graneros, aperos de labranza, cajas de comunidad, etcétera) eran administradas directamente por los misioneros de la compañía. Y también que bajo la dirección de los religiosos quedaban los capitanes o sargentos de los presidios o guarniciones de soldados que protegían los poblados.

Sin embargo, a sus sustitutos, los padres de los colegios apostólicos, se les privó de tales facultades, las cuales fueron divididas y encomendadas a administradores seglares y a jefes militares, respecti­vamente. La medida demostró ser altamente perjudicial para la vida de los pueblos de misión, como en su momento lo hicieron notar fray Manuel de Buelna y Alcalde, presidente de las fundaciones de Sonora, Nueva España (1769), y fray Manuel de Sobreviela, prefecto de las del Colegio de Ocopa, Perú  (1789). Sus observaciones iban en el sentido de que si los religiosos carecían de la autoridad y de los medios materiales para mantener unidos a los neófitos, nada podría conseguirse, pues con la población indígena dispersa o huída de los asentamientos, las fronteras quedaban mucho más expuestas que antes y cualquier medida que debilitara a las misiones, debilitaba en consecuencia la seguridad de regional. Y aún cuando, en ciertos casos particulares se aten­dieron estas sugerencias, en lo general, las cosas no dieron marcha atrás. En América el régimen misional nunca volvería a funcionar como en el viejo y casi autónomo sistema jesuita.

Al igual que en las del caso anterior, hubo otras disposiciones de las autoridades metropolitanas, o de las locales, contraproducentes para la consolidación del poblamiento fronterizo. Aquí se habrán de incluir los decretos de secularización de establecimientos misionales de vida corta,  y, por citar sólo un ejemplo, viene a colación uno de 1770, que afectó a las fundaciones del Cerro Gordo (México), el cual dos décadas atrás había creado y venía fortaleciendo el Colegio de San Fernando. Se dispuso en esa ocasión que un par de curas reemplazara a la media docena de franciscanos que los atendía. Huelga decir que, a la vuelta de pocos años de dichas misiones ya no quedaba otra cosa que el nombre.

Así pues, con menos autoridad y menos recursos de los que, en su momento, dispusieron los misioneros de la Compañía de Jesús, y mucho más a ex­pen­sas de las determinaciones del rey, de la Secretaría de Indias, de los obispos y de las autoridades civiles regionales, los colegios apostólicos franciscanos se aplicaron en toda la América española de los confines a su labor fundamental, la de “las conversiones vivas”.

Sin poder bajar en estas breves líneas a la escala pequeña de la vida cotidiana de las misiones, sólo cabe señalar, de manera superficial, algunas de las dificultades que se ofrecían al proyecto de atraer, organizar y mantener congregadas a las poblaciones indígenas fronterizas y a disponerlas a aceptar  el nuevo orden cristiano. Independientemente de la variedad y heterogeneidad de los incontables grupos étnicos con los que se trabajaba en latitudes extremas, desde los paralelos 38° norte, en California, hasta el 40° sur, en Chile, la constante era que se trataba de comunidades dispersas, de bajo nivel cultural, de formas de vida bien acopladas a su habitat y de actitud bastante reacia al contacto con los europeos.

En las fundaciones de la inmensa periferia imperial, la forma habitual de atraer a los aborígenes era obsequiándoles herramientas y ropa. En California, Texas, Honduras, Costa Rica, Panamá, el Gran Chaco o la Araucanía, indistintamente, tales dádivas persuadían a los nativos a aceptar el bautismo para sus hijos y también a radicarse en los nuevos caseríos. No obstante, los ministros sabían que, aun si en los primeros contactos se les acogía de buena manera, ello no representaba la más mínima garantía de que sus neófitos fueran a permanecer en las nuevas funda­ciones: la concentración forzosa, el sistema laboral y educativo impuesto por la misión, las renci­llas intertri­bales, o bien la mera intromisión comercial o bélica de otros grupos de europeos, eran algunas de las múltiples causas por las que, frecuentemente, podían fracasar las reducciones, pues propiciaban las deserciones masivas y el abandono o destrucción de los puestos.

Además, las batidas de cazadores de esclavos, a cargo de los bandeirantes lusitanos en la Amazonía y de los zambos mosquitos en Centroamérica, eran armas de doble filo, pues a veces servían para incrementar las comunidades misionales, con grandes e inesperadas incorporaciones de indígenas en búsqueda de refugio en ellas;  pero en otras, incluso eran ocasión de que hasta los propios catecúmenos desertaran de los pueblos, para unirse a la desbandada general de fugitivos que buscaba la protección de las montañas o de las selvas más impenetrables.

Ya se tratase del contacto inicial con los naturales, o de una de tantas refundaciones de poblados perdidos por las razones arriba señaladas, los misioneros solían empezar por hacer tratos y negociaciones con los caciques o jefes locales, que eran quienes podían asegurar el establecimiento de sus grupos en pueblos de misión. Y ya fundados éstos con la conformidad de los caciques, tampoco era raro el caso de que algún cabecilla del mismo grupo, insatisfecho o envidioso, soliviantara a la comunidad o a las ran­cherías rebeldes de las inmediaciones. Las revueltas e insurrecciones, circunscritas a unos cuantos pobla­dos –como la de San Diego, California; o la de Talamanca, en Costa Rica– o extendidas por regiones enteras –como las Nuevo México, en el gran norte; o las de Atahualpa y Tupac Amarú, en el virreinato peruano–, daban por resultado el arrasamiento de las reducciones y la masacre de misioneros, colonos e indígenas cristianizados.

Y luego obraban también en contra ciertos factores biológicos y medioambientales. A este respecto, la lista de adversidades la encabezan las epidemias, de viruelas, sarampión y otros males, que diezmaban a los catecúmenos de las misiones. Y es que, apenas en el siglo xviii, muchos de los grupos indígenas de las regiones periféricas establecieron por vez primera comunicación con los europeos, portadores de enfermedades para las que aquéllos no tenían defensas.  Tampoco puede dejar de incluirse en el rubro de la vecindad entre colonizadores españoles e indios de misión las afectaciones que las actividades productivas de los primeros hacían sobre el entorno natural de los segundos. El desmonte de tierras para cultivo, la introducción de ganado, la tala de árboles para com­bus­tible eran prácticas que, forzosa­mente, reducían los espacios naturales que los grupos indígenas habían tenido hasta entonces como exclusivos para su subsistencia. Esto, como se entiende, era motivo de conflictos graves.

Finalmente, también habría que señalar otros problemas que los misioneros enfrentaron. El primero era el de la dotación de bienes temporales para las reducciones, la indispensable base material para que los nuevos pueblos sobreviviesen según el modelo occidental ofrecido a los indígenas. Así, al ministro competía conseguir material de construcción, herra­mientas, semillas, aperos de labranza, ganado y textiles. Se veía igualmente precisado a hacer continuos y dificultosos viajes, entre su puesto misional y las zonas “civilizadas” más próximas, con el objeto de negociar y conseguir recursos, no existentes o que no siempre lograba allegarse. Ordinariamente tenía que insistir para cobrar los salarios que la corona pagaba, a fin de abastecerse de lo imprescindible. Y es que en los confines imperiales, no era nada sencillo disponer de los artículos básicos para la vida: no había caminos, ni redes mercantiles establecidas, ni centros de producción cercanos.

De tal modo, en más de un caso, y a querer que no, las misiones acaba­ron por incorporarse en cierto sentido a los únicos circuitos comerciales posibles en las fronteras: al intercambio con los “bárbaros”, infieles o apóstatas, y también al contrabando. Así sucedió, por ejemplo, en Matina, Costa Rica, donde el propio vicecomisario del Colegio de Guatemala y futuro fundador del hospicio de Ocopa, fray Francisco de San José, llegó a adquirir algunos efectos de los traídos por los ingleses.14  Y también se dio este caso en la Alta California, donde, igualmente, los religiosos o sus neófitos llegaron  a comerciar con pieles y otros artículos, con los rusos y británicos.

Los proyectos de avances, nuevas fundaciones misionales o dotación de las existentes eran situaciones que ponían duramente a prueba la efectividad, la disposición y el espíritu de colaboración de los misioneros y de las autoridades civiles o militares locales. En ocasiones, el entendimiento entre todos los implicados era bueno y los planes progresaban, pero tampoco eran excepcionales las divergencias y hasta los choques frontales entre unos y otros. Y es que a veces mediaban  proyectos poco viables por parte de los ministros eclesiásticos, y a veces actitudes burocráticas, negligentes o simplemente interesadas por parte de los funcionarios.

Aparte de la evidente utilidad que el trabajo de los colegios apostólicos reportaba al estado español en la fundación de pueblos de misión o en la conservación de asentamientos fronterizos, donde los ministros se esforzaban para mantener congregados a los grupos indígenas, instruirlos en la fe y en otros conocimientos útiles para la vida “en policía”; amén del importante papel que los misioneros de Propaganda fide desempeñaron al reemplazar a los expulsos ignacianos al frente de una extensa cadena de misiones en el no­roeste de la Nueva España, en Venezuela y en las sel­vas transandinas del Cono Sur; además de las funciones estratégicas que intentaron cumplir, por ejemplo, las fundaciones de los colegios de Guatemala y de San Fernando, al servir de coto a los avances británicos en el hondureño Río Tinto o en la costa de la Alta California,  hay aspectos de su labor un poco menos difundidos o publicitados, los cuales resultaron igualmente apreciables.  Tales son, por ejemplo, las actividades exploratorias y cartográficas15  de las que muchos religiosos se ocuparon y que, aunque no se traten de manera prolija, no se pueden pasar por al alto, al menos enunciando algunos.

En el norte del imperio, habría que considerar, por ejemplo, las contribuciones de los padres Junípero Serra, Juan Crespí, Fernando Parrón, Antonio de Olivares, Silvestre Vélez de Escalante, Atanasio Domínguez, Francisco Garcés y Damián Mazenet.  Lo aportado por los colegios de Sudamérica en este rubro se debe a fray Francisco de San José, a José Amich, Juan de la Marca, Manuel Sobreviela, Narciso Girbal, Juan Dueñas, Pedro González Agüeros, Benito Marín, Julián Real, Francisco Menéndez, Francisco Morillo y Antonio Lapa. En este largo listado figuran los nombres de quienes exploraron y descubrieron, para abrir nuevas rutas, a través de llanuras desérticas, como la de Nuevo México a la Alta California, o de cordilleras y selvas, como la ecuatoriano-peruana; de quienes construyeron caminos de enlace; de quienes trazaron mapas asombrosamente precisos, como los del Alto Ucayali, en el Perú; de quienes demostraron la navegabilidad de ciertos ríos, como el Bermejo, en Argentina, para inaugurar conexiones fluviales entre puntos del litoral y el interior; de quienes fundaron series de pueblos para facilitar la penetración a zonas inaccesibles, como las de la selva central del Perú; las de California o las del sur de Chile y, finalmente, de quienes escri­bieron diarios y memorias que recogieron importantísimos datos demográficos, orográficos, hidrográficos, botánicos, sobre áreas prácticamente desconocidas, los cuales mucho sirvieron en su momento, a los demás hermanos misioneros y a los oficiales de su majestad en la política de conservación y reorganización de los espacios. Material que incluso, mostró su valía mucho después, para los estudiosos y científicos de la posteridad. La innegable utilidad de estos trabajos no debe hacer que se sobrevaloren las cosas, pues por muchas que fuesen sus aportaciones, resultaban apenas pequeños islotes en un oceáno de desconocimiento de la vastísima geografía americana.

Como sea, entre tanto, en el plano de la estrategia y del control territoriales, precisamente el reinado de Carlos iii trajo un repunte para España particularmente notorio, aunque no duradero: explorando y tomando posesión de áreas desatendidas o bien, ahu­­yen­­­tando, despojando, negociando o simplemente recuperándolas de manos inglesas, portuguesas o francesas, España obtuvo de los franceses la devolución de la Luisiana (1762), ocupó la vacía Alta California (1769), consiguió la reintegración de Sacramento en el Río de la Plata (1776) que tenían los portugueses, se apoderó del bajo Missisipi y de la costa norte del golfo de México (1779-1781), recobró el control de la Florida16  y desalojó a los británicos de la centroame­ricana costa de los Mosquitos (1783).

Por mucho que el control hispano de tales posiciones no hubiera de ser permanente, puesto que andando el tiempo muchas de estas áreas cambiarían de dueño, es posible decir que en esta decisión de afianzar las fronteras de su imperio americano la monarquía borbónica desplegó, por fin, una operación expansionista propia de una verdadera potencia colonial.17  

En todo ello, su majestad contó con el respaldo del trabajo de los ministros apostólicos de Propaganda fide; porque, entre 1780 y 1790, los años finales del régimen carlotercerista, sólo los colegios franciscanos atendían, mal que bien, 273 centros fronterizos de “conversiones vivas”; sin incluir en esta cifra a quienes dependían de las provincias. Es cierto que algunos planteles tuvieron logros escasos, como los de Colombia y el de Guatemala, pero otros, señaladamente el de San Fernando de México, que roturó el campo virgen de la Alta California y el de Chillán en Chile, el cual aumentó sensiblemente la herencia de fundaciones jesuíticas, representaron pasos adelante en el control de las fronteras del imperio.18 

Por cierto, se dice que en el marco de la gran ofensiva de recuperación imperial, el famoso misionero, fray Junípero Serra, quien trabajaba en California, prescribió una liturgia semanal con la invocación: “Concédenos [Señor] la gracia de humillar a los enemigos de Nuestra Santa Iglesia”.19  Enemigos que, desde luego, también eran los del católico monarca y los de la gloria del imperio español en América. 

 

Misiones populares

 

La prédica entre fieles, en las ciudades y pueblos de los dominios coloniales, orientada a la “reforma de las costumbres” y al fomento de la moral cristiana fue la segunda actividad de los Colegios de propaganda fider, en orden de importancia. Aunque, desde luego, y dependiendo del lugar de su emplazamiento, algunos planteles, más que otros, hicieron hincapié en esta tarea, dándole un peso equivalente al de su labor en las misiones fronterizas.

Así, ocurrió con el Colegio de Querétaro, establecido en un área de gran densidad poblacional. Sus ministros hacían circuitos recurrentes y permanentes por los asentamientos mayores de la Nueva España: Guadalajara,Valladolid, León y otros diversos puntos, a donde acudieron sus más famosos predicadores: fray Antonio Margil y fray Antonio de Ezcaray. El Colegio de San Fernando hizo lo propio en México, la capital; en Puebla, segunda ciudad del virreinato, etcétera. En Guatemala, el plantel de Cristo Crucifi­cado también tuvo sus grandes maestros en el sermón edificante urbano, como fray José Ramón Rojas, fray Pablo de Rebullida, fray Francisco de San José y fray Melchor López. Estos dos últimos pasarían luego al Perú, a Ocopa, desde donde organizarían misiones populares para Lima y Cuzco. En Popayán el más célebre orador sacro fue fray Fernando Larrea, cuyas exhortaciones conmovían también a los fieles de Cali y Bogotá. El colegio boliviano de Tarija mandaba a sus predicadores a las ciudades de Córdoba, La Plata (hoy Sucre) y a otras varias, y con muy buen éxito.

Las misiones populares eran recorridos anuales que los predicadores hacían en las ciudades y pueblos de cada demarcación diocesana,  para incitar a los fieles, mediante sermones, actos penitenciales, procesiones y otras ceremonias  piadosas20 (y algunas bas­tan­te histriónicas) a enmendarse. Se exhortaba a la grey a abandonar las prácticas “viciosas”, como el ocio, el amancebamiento, la impiedad, el juego, la asistencia al teatro profano, la inclinación por el lujo, etcétera. Éstas eran denunciadas como formas de vidas propiciatorias del derroche y de la eventual ruina de “la república”, y eran fustigadas como deci­di­damente contrarias a la salud moral y política de los buenos cristianos y vasallos del rey. En cierto sentido, tales campañas moralizadoras constituían una modalidad de reforzar la disciplina y la obediencia de los súbditos a los dictados de la monarquía, labor que, por cierto, se había encomendado primor­dialmente a los obispos de las Indias. De ahí que los prelados no sólo autorizaran dichas misiones, sino que aún prestaran todo tipo de facilidades para su realización. De hecho, fueron instancias de los titulares de las diócesis, como el arzobispo de México y el obispo de Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, las que llegaron a solicitar la fundación de centros formativos de misioneros en sus obispados, lo que a la postre serían los colegios de San Fernando (1733) y  Moquegua (1796).

En esta interacción con las poblaciones cristianas, hubo colegios, como el de la Santa Cruz de Querétaro, compenetrados de tal manera en el tejido social donde tenían sus sedes, que acabaron por convertirse en emblemas o distintivos regionales. Los misioneros queretanos se apropiaron del culto a la principal reliquia del pueblo –una milagrosa cruz de piedra–, elaboraron y publicaron su “historia y epopeya”, la cual, asociada a la fundación de Querétaro,  sirvió para cohesionar y dar identidad a la comunidad. Buena parte de la vida social y religiosa de la localidad giró en adelante en torno al colegio y a su cruz de piedra. Y fue el caso que, en medio del programa de secularización general de parroquias, la de Querétaro, justamente, perma­neciese en manos franciscanas.

Guardadas las proporciones, un papel de importancia similar en la comunidad tuvo el Colegio de San Ildefonso de Chillán, al que se encomendó la dirección del llamado Seminario de Nobles (bajo los jesuitas, Real Seminario de Nobles Araucanos), centro educativo que formó a algunos de los prohom­bres locales.

En cualquier caso, la acción de los ministros apostólicos franciscanos entre las poblaciones cristianas propició la formación de vínculos bastante sólidos entre los institutos y los pueblos, ligas de colaboración que se mantuvieron fuertemente anudadas hasta muy entrado el siglo xix.

 

Balance

El resultado de la labor de los colegios apostólicos y de sus misioneros, no siempre estuvo a la altura de las expectativas del estado español en Indias. Si su éxito se mide por la contención de los avances extranjeros en tierras que reivindicaba España, por el tiempo de vida de los establecimientos misionales o por el número de indígenas radicados en ellos, sus triunfos colonizadores en las zonas fronterizas resultaron más bien escasos, descontando los muy evidentes progresos en la Alta California y en Chiloé, Chile. Lo mismo puede decirse de sus logros en la elevación de la moral o en el cambio de hábitos de las comunidades urbanas y rurales del imperio. Sin embargo, paradójicamente, su interacción con la sociedad colonial imprimió un sello muy particular a la existencia de ciertas localidades, en el plano de la identidad y del arraigo, de la exaltación de lo propio, de la afir­mación del ser y de la circunstancia americana; algunos colegios, indudablemente, dieron la pauta o reanimaron la vida social, religiosa y cultural a los pueblos donde se fundaron.

Sin importar desde qué ángulo se quieran ver las cosas, lo que no puede discutirse realmente es que, sin el concurso y los arduos empeños de estos centros formadores de misioneros y difusores de los valores de la civilización hispánica, tal vez la cultura, las poblaciones y los linderos del imperio español de ultramar hubieran sido otros, muy distintos de los hoy conocidos.

 

 

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* Doctora en Historia por la unam, investigadora del Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos (ccydel) de la unam; e-mail: patriciaescandon@gmail.com

 

 

Notas

 

1 Antonio Domínguez Ortiz, El antiguo régimen: los reyes católicos y las Austrias, Madrid, Alianza Editorial-Alfaguara, 9ª ed., 1983, p. 418.

2 Pedro Borges (coord.), Historia de la iglesia en Hispanoamérica y Filipinas, Madrid, BAC, 1992, 2 vols., ii, pp. 476-480.

3 Jesús María García Añoveros, “Presencia franciscana en la Taguzagalpa y la Tologalpa (la Mosquitia), en Mesoamérica, 15 de junio 1988, pp. 47-78.

4 Sobre estos temas, véanse: Carmen Gómez Pérez, El sistema defensivo americano. Siglo xviii, Madrid, Mapfre, 1992, pp. 49-50 y ss, y Juan Marchena, Ejército y milicias en el mundo colonial americano, Madrid, Mapfre, 1992, passim.

5 Adicionalmente, se reforzaría esta zona defensiva  por una serie de fuertes norteños, como San Marcos de Apalache y Panzacola, amén de toda la línea de los presidios internos. Al sur, los bastiones serían los puertos de Portobelo, Santa Marta, Río Hacha, Maracaibo, Puerto Cabello, La Guaira, Margarita, Cumaná, Trinidad y Guayana, y también la línea de presidios desde Veracruz a San Fernando de Matina. Vid. Gómez Pérez, op. cit., p. 14.

6 Ibídem.

7 Ernest J. Burrus, [ed.], Misiones norteñas mexicanas de la Compañía de Jesús, 1751-1757, México, Robredo, 1963, pp. 92-96.

8 Antonio Domínguez Ortiz, Carlos iii y la España de la ilustración, Madrid, Alianza, 1990, pp. 205 y 211.

9 Félix Saiz, Los colegios de propaganda fide en América, Madrid, Raycar, 1969, pp. 42-43.

10 Ibídem, p. 70

11 Michael Mc Closkey, The formative years of the Missionary College of Santa Cruz of Queretaro, 1683-1733, Wáshington, Academy of Franciscan History, 1955, p. 50.

12 Lino Gómez Canedo, Evangelización, cultura y promoción social. Ensayos y estudios críticos sobre la contribución franciscana a los orígenes cristianos de México (siglos xvi-xviii), selec. José Luis Soto, México, Porrúa, 1993 pp. 563-564.

13  Para un resumen de los distintos colegios y sus áreas de trabajo, véase: Lino Gómez Canedo, “Introduction”, en: Fran­­cisco Morales [ed.], Franciscan presence in the Americas. Essays on the activities of the franciscan friars in the Americas, 1492-1900, Potomac, Maryland, Academy of American Franciscan History, 1983, pp. 11-12 y 24-28.

14 Germán Romero Vargas, Las sociedades del Atlántico de Nicaragua, Managua, Fondo de Promoción Cultural BANIC, 1995, p. 74.

15 Sobre este tema véase: Mariano Cuesta Domingo, “Descubrimientos geográficos durante el siglo xviii. Acción franciscana en la ampliación de las fronteras” en: Actas del iii Congreso Internacional Los franciscanos en el Nuevo Mundo, siglo xvii, Madrid, Deimos, 1990, pp. 293-342. Información específica para América del Sur, en: Rudolph Arbesmann, “The contribution of the Franciscan College of Ocopa in Peru to the Geographical Exploration of South America”, The Americas, vol. I, num. 4, April 1945, pp. 393-417.

16 David J. Weber, La frontera española en América del norte, México, fce, 2000, p. 382.

17  Leslie Bethell [ed.], Historia de América Latina. 2. América Latina colonial: Europa y América en los siglos xvi, xvii y xviii, Barcelona, Crítica, 1993, p. 93.

18 Antolín Abad Pérez, Los franciscanos en América, Madrid, Mapfre, 1992, p. 155 y ss, p. 270 y ss.

19 Weber, op. cit., p. 377.

20 Buena información general sobre ellas en: Mariano Errasti, “Los franciscanos y las misiones populares en América Latina, Cuadernos Franciscanos (Chile), núm. 25, 1991.