R e s e ñ a

 

Aquí no pasa nada

L. Bibiana Santiago Guerrero, La gente al pie del Cuchumá. Memoria histórica de Tecate, Instituto de Investigaciones Históricas, uabc, Fundación Rancho La Puerta, A.C., 2006, 528 pp. 

 

Víctor Alejandro Espinoza Valle.1

 

Cuando Aidé Grijalva me habló para invitarme a presentar el libro de L. Bibiana Santiago Guerrero, La gente al pie del Cuchumá. Memoria histórica de Tecate; le pregunté acerca de la autora: “¿Es de Tecate?” Aidé se rió mucho y me dijo “Ya sabía que ibas a preguntar eso”. Y si mal no recuerdo, agregó: “Así son los de Tecate”. La pregunta que le hice a Aidé era la correcta; es decir, que resultaba muy difícil que alguien que no mantuviera un lazo afectivo con Tecate, se pusiera a elaborar su historia. Por una razón muy sencilla, que formula magistralmente don Luis González y González, el padre de la microhis­toria: “A la microhistoria nos acercamos más por pasión que por el mero afán de saber” “Afectos, no razones, guían el trabajo del micro­his­toriador”, afirma mi recordado don Luis. Seguramente en unos momentos Bibiana nos dará su justificación en torno al proyecto, pero casi apostaría a que hubo razones sentimentales que la acercaron a Tecate.

Anoche en el vuelo de regreso de la Ciudad de México, pensaba acerca de ese gran historiador que he citado, don Luis González, y de la monumental obra que es Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia. Independientemente de que conté con el inmenso privilegio de compartir su mesa en su casa de San José (de Gracia, Michoacán) y de que conservo la amistad de sus hijos Martín y Armida, guardo el grato recuerdo de la anécdota que me contó una tarde sobre el libro que he citado. Escribió Pueblo en vilo, a partir de un año sabático que tomó siendo profesor-investigador en El Colegio de México. Salvo Antonio Alatorre y Daniel Cossío Villegas, el resto del claustro le censuraron el proyecto de escribir la microhistoria del terruño. Salvo esas honrosas excepciones, los historiadores se burlaron de él. Lo cierto es que terminó escribiendo la “historia universal de San José de Gracia”, como afirmara Héctor Aguilar Camín o Enrique Krauze. La anécdota es muy bella. Don Luis escribía avances de su libro y citaba a los josefinos a discutirlos y opinar en un salón del pueblo. Una vez que lo concluyó regresó a la Ciudad de México. El manuscrito del libro iba en una caja de cartón en el autobús. Como llegó dormido a la terminal no se percató que otra persona tomó su caja por error y le dejó otra llena de chiles y tomates. Sabiamente don Luis decidió esperar a que regresara el dueño de la caja extraviada. Un par de horas después, en efecto, un señor sumamente disgustado regresó con la “caja llena de papeles” a reclamarle a don Luis su mercancía. Esto permitió que tiempo después se publicara uno de los textos fundamentales de la historiografía mexicana.

Lo que pensaba anoche es que aparte del afecto y la pasión por la tierra, se requiere una sólida formación y un desarrollado oficio como escritor. Un ingrediente fundamental es haber aprendido a ver los acontecimientos del pueblo en contraste con otras realidades, con otras vivencias. Seguramente yo no hubiera podido escribir mi Don Crispín, sin haber salido de Tecate muy joven. Mexicali, Tijuana y la Ciudad de México, me permitieron pensar en mis orígenes, pero sin ataques de regionalismo. Incluso, no me parece casual que la última versión (la séptima) la haya escrito en Madrid, justamente después de terminar de leer Pueblo en vilo.

El libro de Bibiana Santiago representa una invaluable contribución a la microhistoria tecatense. El trabajo de investigación ha sido enorme, pasando por la consulta de fuentes y de testimonios. La edición de la obra es muy buena y las fotografía y cuadros le dan mucha riqueza. De verdad celebremos este trabajo y hagamos votos porque pronto se escriba sobre el trecho histórico que dejó sin desarrollar; es decir, de la década de los 50 del siglo pasado al día de hoy. El libro abarca el periodo que “empieza con los primeros pobladores de la demarcación, quienes establecieron el primer tipo de asentamientos, continúa con el establecimiento de los ranchos, la colonia y minerales y concluye en 1954”. A lo largo de ocho capítulos nos conduce por los vericuetos de la historia local, “de la aromosa tierruca”. Esa historia nos permite reconocer los orígenes de los primeros pobladores y las formas que fueron tomando los asentamientos. Desde luego, primero los indígenas y luego los inmi­grantes que le fueron dando forma y contenido a este pueblo asentado al pie del Cuchumá, una de las 40 montañas sagradas en el mundo. Me fascinó conocer el origen de la tradición de los tecatenses de subir, aunque sea una vez en la vida, el cerro. Dice Josefina López Meza, descendiente kumiai: “Mi abuelito decía que, antiguamente, los ancianos decían que los cerros eran para preparar a los jóvenes guerreros, o sea cuando pasaban de niño a hombre, se preparaban, comían un tiempo atole de bellota –pa’la vida pues–, porque iba a pasar a ser hombre, para prepararse, para presentarse a la vida. Subían a los hombres al cerro y a las mujeres también, subía con ellos un anciano, para irlos orientando, ¿cómo es la vida?, enseñándoles lo bueno, lo malo, ¿qué deben hacer, qué no deben hacer?, el respeto, no sólo a la persona, sino el respeto a la naturaleza” (pp. 433-34).

Al pie del Cuchumá se encuentra el Rancho La Puerta, uno de los íconos tecatenses. Fundado por Edmundo B. Szekely y Deborah Szekely. Edmundo, de origen ruma­no, y su esposa neoyorkina llegaron al lugar en 1940. La señora nos explica: “Así fue como adoptamos el nombre de La Puerta, que viene de dos árboles que estaban juntos y formaban una especie de entrada donde la gente se ponía a esperar el tren. Nosotros queríamos enseñar la base de una vida sana y sencilla, y a estar consciente del medio ambiente” (p. 376).

Bibiana concluye su libro diciendo: “Nuestro trabajo propone como fecha de fundación de la ciudad el 19 de noviembre de 1876, cuando se autorizó el plano de la colonia, suceso relevante debido a que en él se delimitó la extensión del poblado de acuerdo con el decreto de 1861 (p. 444).

Cuando presentamos por primera ocasión el Don Crispín, en este mismo lugar en marzo de 1991 (seguramente la primera presentación de un libro transmitida por una estación de radio –la xekt– a ritmo de juego de beisbol, pues la transmitieron dos locutores deportivos), al final se acercaron dos hermanas y me dijeron con lágrimas en los ojos: “gracias por habernos recordado a nuestro padre. Los testimonios de Don Crispín eran los mismos que nos contaba mi padre”. En este libro de Bibiana he reconocido mis raíces. En las fotos que ilustran el libro reconozco parientes queridos –mi tío Luis Castañeda y José Valle, entre otros–, a muchos viejos conocidos. También se encuentran los testimonios de mi padre, Víctor Manuel Espinosa Velueta. Por ese sólo hecho me da una enorme felicidad su publicación.

En el verano de 1977 recibí una carta de mi abuela Chefina que me envió a la Ciudad de México. En ella me decía “aquí como siempre, no pasa nada”. Visto en la distancia, efectivamente, mi abuelita tenía razón: en Tecate no hubo grandes acontecimientos, ni hechos fundadores. Las grandes revoluciones mexi­canas apenas tuvieron eco. La histo­ria de Tecate, con respecto a la his­to­­ria nacional, se asemeja a las ondas del agua que parten del centro y llegan simplemente como ligeras ondula­ciones, acaso im­per­­ceptibles. Pero los grandes acontecimientos de un pueblo tienen que ver más con el pequeño milagro de la vida cotidiana; tienen que ver con la condición humana, con el esfuerzo cotidiano por construir una ciudad, una sociedad. Claro que en una pequeña ciudad, los afanes de cinco personas ya son movimiento social.

Cuando leía el trabajo, sobre todo en la parte final que abarca mi niñez, me venían una serie de estampas, que a manera de postales ahora reproduzco:

1) El texto de Roberto Castillo sobre la Diana es inmejorable: “¿Te acuerdas de la Diana? Era una mujer chaparrita, de cabello largo, piel bronceada, senos redonditos, muslo grande, cintura pequeña, buena pierna y calladita, calladita. No había en Tecate hombre, mujer o niño que no la hubiera mirado aunque fuera sólo una vez. Siempre la encontrabas detrás del edificio Guajardo, por el pasaje que unía al callejón Libertad con la avenida Juárez, aquel pasaje por donde una vez estuvo la terminal de camiones y un res­tauran­­tito, la barbería Monterrey con sus peluqueros de bata blanca y un caramelo de color azul, blanco y rojo, girando en la entrada; donde la fotografía Curiel, donde sacabas las fotos para las inútiles credenciales después de, rigurosamente, haber­te peinado con un […] peine de color indefinido” (p. 411). A propósito de barbería, ¿cuántos de los que estamos aquí recordamos que a los primeros delincuentes de nuestra época que tenían la desgracia de ser aprehendidos por Panchito lo llevaban a rapar con Chavira? ¿Y cómo no recordar a ese ilustre policía –Panchio– que cuando decidieron motorizar a nuestra fuerza del orden cayó de bruces pensando que era como pilotear una bici?

2) Cuando leí la historia contada por don Jorge Peñalosa del Quelele, ese célebre vendedor de periódicos quien gritaba: “Compre su periódico y vea lo que se dice de julano y zutano… Mire nomás trai que leelee” (p. 398) me vinieron a la mente otros inolvidables personajes que conocimos: El Evencio, el Pisaque­dito, el Baby burro, don Victorio (o don microbio), el Twenty five, Panchi­to, el tamalero, y su célebre piip en la terminal de camiones, el dr. Vicario (famoso porque ante cualquier enfermedad irremediablemente te recetaba una purga o de perdida lavativa), don Luis, el de los rrrraspados, aquél otro que vendía pepitas y cacahuates cargando siempre sus dos baldes, el guachunain

3) Por cierto el Quelele murió dentro de un carro en los patios del palacio municipal, justo donde Rosa Martha del Ángel Apodaca nos cuenta que también había “un ring, y funciones de box y lucha libre; ahí íbamos, mis tías eran aficionadas de hueso colorado y ahí nos tenían viendo la lucha libre” (p. 411).

Me tocó asistir a alguna función. Ahí conocí a los primeros enmascarados. A lo mejor es el origen de mi afición por el box y el arte del pancracio.

4) Otra de las tradiciones que nos ayuda a entender el libro es la deportiva y concretamente la del volibol. Dice José Manuel Jasso Peña: “El profesor (José) Gutiérrez Durán fue uno de los grandes impulsores del volibol y del básquetbol. A pesar de que Tecate era una comunidad  relativamente chica éramos el campeón estatal de volibol. Cinco años consecutivos tuvimos ese campeonato, y el cuadro básico representativo de Baja California para ir a los nacionales era de Tecate siempre”, (p. 419). Eso me ayuda a resolver el misterio de por qué la base de la selección mexicana de volibol de los juegos olímpicos de 1968 era de Tecate. César Sábanas Osuna Brambila, fue el capitán del equipo, y estaban además Eduardo Jiménez Nevárez (hermano de mi compañera de secundaria, La Pelancha) y Jesús Loya, hermano de Lisy Loya, amiga de mi tía Charito

5) En el Tecate que crecí nunca tuvimos necesidad de aprendernos los nombres de las calles. Todo era por referencias. Una noche regresé de Mexicali y como hacía mucho frío tomé un taxi fuera de la terminal. El taxista, que yo creía no conocer, me preguntó: “¿Te llevo a tu casa?” –Sí, le contesté– “¿Sabe donde vivo?” “Claro, en la casa verde de dos pinos, enseguida de la aduana”. Por eso, cuando me invitaron a presentar el libro fue más fácil saber que era “Ahí donde empezó la universidad”.

6) A propósito de infraestructura educativa, la historia de la fundación de mis escuelas, la Padre Kino y la Secundaria Francisco I. Madero, es notable. Tantos y tantos profesores inol­­vi­­­dables: Joaquín Durazo Miranda, José Gutiérrez Durán, Víctor Manuel Espinosa, Héctor Enrique Ceba­llos, Hermilo Sando­val…Y la Academia Pitman que fundó Josefina Vizcarra Castro y el Colegio Salvatierra de donde egresó y fue maestra mi mamá (María Luisa Valle) y donde se formaron generaciones de cuer­ve­ros; entre los más destacados el Fiacro Rivas, Javy Váz­quez, el doc Darwin

7) Cuando estudiaba en la Ciudad de México y regresaba de vacaciones veía a Tecate como una ciudad en miniatura, toda chapa­rrita, exactamente como reproducción de Mexitlán. Recuerdo que una vez que me dirigía a Tijuana en autobús prove­niente de Mexicali una niña le preguntó a su madre “Y aquí cómo se llama? “Tecate”, –le contestó– “Mamá esta ciudad tiene nombre de cerveza.”

8) Hace unos días regresaba a Tijuana por la zona de Los Encinos; mi hijo Julián de nueve años me dijo: “Papá aquí hay todo como en Tijuana (cines, Gigante, ham­burgue­­­serías, etcé­tera); la diferencia es que todo está juntito. Es todo lo de Tijuana pero en un pedacito.”

9) Tecate ha cambiado desde pueblo pequeño. Cuando era joven me parecía un gran defecto, hoy puede ser una gran virtud. Hay cientos de anécdotas que se pueden contar. Por el momento me quedo con una de ellas, que bien podríamos definir como el momento de la llegada de la modernidad. La inauguración del primer su­permer­cado: el Calimax en la avenida Juárez, propiedad de Fernan­do Contreras. Ese día fue un acontecimiento: la gente se volcó a ver la novedad. Todo mundo entraba y salía aún sin comprar nada. Las aglomeraciones duraron una semana. Me gusta­ría atestiguar el día que contemos con el primer edificio con escaleras eléctricas. Será fantástico.

10) Bibiana concluye su magnífico libro reproduciendo algunos testimonios que dan cuenta de los elementos de identidad de que informan algunos teca­ten­ses. Por mi parte agrego que cuando pienso en mi niñez me imagino sentado en una piedra laja en el rancho El Rodeo de mi abuelo, allá al final del antiguo aeropuerto, escuchando el ruido de los automóviles sobre la carretera a Ensenada. Soñar despierto sobre una roca ca­lientita y lisa, soñando que el futuro sería maravilloso, como la vida misma…   

 

 

Notas

 

1 Doctor en Sociología, investigador de El Colegio de la Frontera Norte; e-mail:  victorae@colef.mx