Memoria indígena. Un nuevo enfoque sobre

la reconstrucción del pasado1

 

Enrique Florescano*

 

Este ensayo sostiene la tesis de que el pasado, antes que conocimiento especulativo acerca del desarrollo de los seres humanos, fue memoria práctica de lo vivido y heredado, aplicada a la sobrevivencia del grupo. Sobrevivir fue, durante siglos, la meta singular de la mayoría de los seres humanos. De esa experiencia vital nacieron las artes dedicadas a recolectar la memoria del grupo, los procedimientos para almacenarla en medios perdurables y los artefactos para heredarla a las generaciones futuras. Cada vez que un grupo construyó una base social estable (banda, tribu, cacicazgo, reino, estado), nació el apremio de darle continuidad. La función inicial de la memoria fue afirmar la identidad del grupo y asegurar su continuidad.

Para transmitir los mensajes de un grupo a otro, los seres humanos inventaron una variedad de lenguajes. Los lenguajes corporales, orales y visuales fueron los primeros transmisores de las experiencias colectivas. Las formas iniciales de lenguaje escrito surgieron muchos siglos más tarde, apenas hace cinco mil años.

La función de estos lenguajes era recoger y ordenar los conocimientos indispensables para asegurar la sobrevivencia del grupo. Para cumplir ese cometido, la memoria de los pueblos de Mesoamérica envolvió su mensaje en la sencillez del lenguaje oral, en la belleza del lenguaje corporal, en las luces de la escenografía y el sonido de la música, hasta componer con todo ello un canto y una escritura que invariablemente transmitían el mismo mensaje.

Este ensayo intenta dar cuenta de los orígenes de la memoria histórica mesoamericana, registrar algunas de sus transformaciones y explicar el papel que en su formación jugaron los lenguajes que plasmaron esa experiencia en cantos, imágenes visuales, ritos y tradiciones históricas que hoy nos siguen conmoviendo y nos vinculan con los ríos profundos que transportan los valores de seres humanos distintos a nosotros. A continuación ofrezco un resumen de los principales enfoques contenidos en este libro.

 

I

Contenido y mensaje de los mitos cosmogónicos

 

Inicié mi acercamiento a la memoria indígena mediante el análisis comparativo de cuatro mitos: el mito maya del origen del cosmos grabado en Palenque el año 692; el mito mixteco conservado en el Códice de Viena; el mito k’iche’ recogido en el Popol Vuh, y el mito mexica transcrito en la Leyenda de los Soles.

La revisión de estos mitos surgidos en culturas y tiempos diferentes, muestra la unidad de contenido y forma que habían alcanzado los pueblos mesoamericanos para transmitir sus mensajes. Estos mitos comparten una estructura narrativa común, cuyo propósito es contar el origen de tres acontecimientos fundadores: primero la creación del cosmos; luego el origen de los seres humanos, las plantas cultivadas y el Sol, y por último, el nacimiento de los reinos. Esta fórmula es la armazón que dota de unidad a relatos nacidos en tiempos y culturas diferentes. Pero, ¿por qué los pueblos mesoamericanos se empeñaron en contar la misma historia a través de un relato uniforme que se descomponía en tres partes invariables? Para responder a esta pregunta es necesario explicar antes el contenido del mito y el mensaje que transmite.

El principio de la sobrevivencia colectiva es la fuerza que guía los mecanismos de la memoria social y determina lo que debe recordarse, lo que hay que almacenar y lo que es imprescindible repetir a las generaciones futuras. Quizá desde los tiempos de los cazadores y recolectores las tribus comenzaron a contarse un relato que narraba los orígenes del grupo y su relación con el cosmos, los animales y la naturaleza, pero con la invención de la agricultura, la compulsión de ordenar y recordar los conocimientos básicos se volvió más exigente. El mismo trabajo agrícola produjo un calendario de actividades distinto al establecido por el movimiento de los astros, y para memorizar sus variadas fases fue menester crear formas de recordación artificiales y regulares, como el calendario.

Cuando aparecieron los primeros Estados, los ritos agrícolas que regulaban las actividades de la población fueron integrados a las fechas que celebraban la memoria política del reino y las hazañas de los gobernantes. Antes de la aparición de los reinos, los ritos agrícolas eran ejecutados por la población campesina en el mismo campo de cultivo, según las estaciones que les correspondían. Pero cuando surgió el reino, las fiestas agrícolas fueron incorporadas al calendario político-religioso del Estado, se celebraron en los templos del centro ceremonial de la capital, y tuvieron que ser reguladas por el sacerdocio que auxiliaba al gobernante. De este modo la memoria que unificaba a la población en torno a la sobrevivencia colectiva tendió a ser absorbida por la memoria del poder.

Un análisis de los episodios principales que conforman el relato cosmogónico, advierte que el meollo de su mensaje es político. La lectura de estos mitos muestra que los distintos acontecimientos del relato siguen una estructura lineal que comienza con la creación de los dioses y continúa con el ordenamiento del cosmos, el surgimiento de la Tierra y el origen de los seres humanos, el Sol y las plantas cultivadas, hasta concluir con la fundación del reino y el establecimiento de las dinastías gobernantes. Es decir, el análisis comparativo indica que el fin de estos relatos era celebrar la aparición de los reinos y legitimar el poder de las dinastías.  

 Además de este propósito, el mito cosmogónico concentra sus recursos discursivos en narrar la historia de un pueblo; su obsesión es contar la historia de ese pueblo y exaltar los valores que le dieron sustento. El mito palencano, el Códice de Viena, el mito del Quinto Sol o el Popol Vuh se volvieron El libro de esos pueblos porque vistieron su mensaje con las galas del lenguaje oral y escrito, con los recursos que graban indeleblemente los acontecimientos en la memoria y los expresan con economía y vigor. En este sentido, G. S. Kirk dice que los mitos son, por una parte, relatos bien contados y, por otra, portadores de mensajes importantes acerca de la vida en general y de la vida social en particular. O como dice Vladimir Propp: “los mitos constituyen, literalmente, el tesoro más precioso de la tribu. Se refieren al núcleo mismo de lo que la tribu venera como su cosa más sagrada”. Podemos concluir entonces que los mitos de creación grabados en los templos de Palenque, en el Códice de Viena, en el Popol Vuh y en los relatos nauas fueron los textos donde esos pueblos acumularon y acendraron su identidad palencana, mixteca, k’iche’ o mexica, la síntesis de los valores que los habían formado, y el medio privilegiado para transmitir ese legado a sus descendientes.

 

Imágenes de la creación del cosmos y el principio de los reinos

 

Muchos años antes de que estos mensajes fueran transmitidos por los mitos, se difundieron a través de la imagen. Los pueblos mesoamericanos no confiaron la transmisión de su pasado sólo a los cantos y los textos que narraban el origen del cosmos y el principio de los reinos. Hay testimonios que muestran que inventaron otros medios para preservar su experiencia histórica. Disponemos, por ejemplo, de una serie de imágenes visuales que describen con rasgos vigorosos la creación del mundo en las primeras ciudades que surgieron en Mesoamérica. Se trata de imágenes grandiosas, que abarcaban la totalidad del cosmos, y que se instalaron de manera perdurable en la memoria de esos pueblos para narrar la obsesiva historia del origen del cosmos y el principio de los reinos.

Comenzando por La Venta, la más antigua ciudad de Mesoamérica, hasta la caída de la gran Tenochtitlan, los pueblos mesoamericanos se empeñaron en representar en el corazón de sus ciudades el momento decisivo en que se creó la presente era del mundo, se fundaron los reinos y nació la vida civilizada.

Si juntamos los distintos objetos visuales que estos pueblos grabaron en el corazón de sus ciudades, veremos aparecer en forma sucesiva las imágenes deslumbrantes de la Primera Montaña Verdadera (el símbolo de la tierra emergente), la gran plaza que simulaba las aguas primordiales, el árbol cósmico que reproducía los tres espacios verticales del universo, la cancha del juego de pelota que celebraba la victoria de los Gemelos Divinos sobre las potencias destructivas del inframundo, los templos dedicados a los dioses creadores y a los patrones de la ciudad y las estatuas del gobernante en su triple papel de capitán de los ejércitos, supremo sacerdote de los cultos y primer agricultor y dispensador de las cosechas.

Esta representación visual del cosmos era una lección didáctica que describía a los pobladores de la ciudad los momentos cruciales que le dieron forma a la nueva era del mundo, el orden que había surgido de esa génesis y los valores que normaban la vida de los habitantes del reino. Podría decirse que los pobladores de las ciudades de Mesoamérica, al igual que los de las antiguas ciudades griegas, vivían en una suerte de ciudad-museo, literalmente colmada de monumentos y símbolos que aludían a los acontecimientos importantes del reino. Fue ésta una imagen que los gobernantes estamparon en cada ciudad que construyeron y cuya lección repetían una y otra vez en las ceremonias que año con año celebraban el origen de los dioses, los seres humanos, las plantas cultivadas y la grandeza del reino.

 

Los ritos más antiguos sobre la creación del cosmos y el principio de los reinos

 

Mucho tiempo antes de que el cosmos apareciera dibujado en imágenes plásticas, fue representado en los ritos. En los albores de la humanidad los ritos formalizaron y definieron las relaciones de los seres humanos con el mundo sobrenatural y con sus semejantes. El portento cotidiano de la aparición de los astros, el maravilloso retorno anual de las estaciones, la manifestación sorpresiva de los fenómenos naturales (el relámpago, la lluvia, el viento), las cambiantes fases de la vida humana (nacimiento, matrimonio, muerte), y los acontecimientos que le dieron cohesión al grupo (el culto a los ancestros, las fiestas de la caza y la recolección de frutos, el nacimiento de las plantas cultivadas), fueron primero interpretados y sacralizados a través de los ritos.

Anterior en muchos siglos a la escritura, el rito se transmitió por la vía oral y por medio de la fiesta misma que hacía de la danza, la música, la escenografía y la participación colectiva un acto indisociable.

La descripción de los ritos registrados en el calendario mesoamericano pone de relieve dos tipos de procedimientos nemotécnicos. El primero es un registro minucioso de las tareas agrícolas que deberían realizar los campesinos a lo largo del año para obtener una buena cosecha. Era la memoria agrícola de la colectividad campesina condensada en un calendario ritual manejado por los gobernantes. Desde los remotos tiempos de su invención, hace más de tres mil años, este calendario ha regido las tareas agrícolas y los proyectos de vida de las comunidades indígenas de Mesoamérica.

En segundo lugar, este calendario muestra que el registro de las tareas agrícolas se había integrado a las ceremonias dedicadas a los dioses de la fertilidad y a las fiestas que celebraban los diversos momentos del ciclo agrícola en los templos y santuarios de la capital del reino. A lo largo de un proceso cuyas fases ignoramos, el calendario campesino original se había transformado en una serie de espectaculares ceremonias consagradas a solicitar el favor de los dioses.

Por último, es claro que el calendario que prescribía las tareas agrícolas y festejaba a los dioses de la fertilidad se había asociado con la memoria política del reino. Desde sus orígenes, los creadores de este calendario vincularon las tareas que aseguraban la sobrevivencia del grupo con la recordación del origen del reino y el establecimiento del linaje gobernante. El origen del calendario es inseparable de la fundación del reino, el poder que hizo del antiguo calendario campesino una institución del Estado, cuya normatividad se impuso a todos los habitantes del reino. Los grandes momentos que celebraba este calendario indican que los ritos agrícolas se habían convertido en celebraciones políticas.

El análisis de los mitos cosmogónicos, las imágenes visuales, los ritos y los calendarios, muestra que en la antigua Mesoamérica el relato más celebrado era el que narraba el ordenamiento portentoso del cosmos, la creación de la Tierra, los seres humanos y el principio de los reinos.

 

El reino maravilloso y su multiplicación en Mesoamérica

 

Los pueblos que se asentaron en los diferentes territorios de Mesoamérica veneraron la tradición que relataba que en Tollán-Teotihuacán tuvo lugar la creación del cosmos y el principio de los reinos. Numerosos testimonios muestran que los reinos mesoamericanos que se fundaron más tarde siguieron el ejemplo de la primera Tollán y durante muchos siglos conmemoraron el momento crucial de la creación del cosmos y el nacimiento de los reinos en sus capitales. Los Estados que surgieron en el posclásico adoptaron el mito fundador de la creación del Quinto Sol y la idea de que en esta edad se instituyeron los primeros reinos. Es decir, el propósito de estos relatos era exaltar el origen del reino y presentarlo como el sustento de la vida civilizada. En estos relatos predomina la figura benevolente de Quetzalcóatl, Kukulkán, Nacxit o Ce Acatl Topiltzin, quien es siempre el arquetipo del fundador de reinos y el paradigma del gobernante sabio.

Como se advierte, el mito de la creación del cosmos, el mito de Quetzalcóatl y el mito de Tollán, son los paradigmas que dominan el pensamiento mesoamericano. El relato de la creación del cosmos repite incansablemente la misma historia acerca del ordenamiento del mundo, el origen de los seres humanos y el establecimiento de los reinos. Asimismo, el arquetipo de la Tollán primera será el modelo sobre el que se construirán todas las capitales posteriores, del mismo modo que Quetzalcóatl ocupará siempre el lugar del gobernante sabio. En estas sociedades las cosas humanas parecen carecer de realidad si no imitan el arquetipo que se estableció en el momento de la creación del cosmos. Se trata de una mentalidad que rechaza el acontecimiento individual y la temporalidad. Su obsesión es la repetición del arquetipo inicial y la anulación del tiempo mediante el recurso de volver siempre a la beatitud de los orígenes, cuando todo fue creado por primera vez y estaba imbuido de una vitalidad absoluta.

 

II

La memoria rota, perseguida, cambiante y renacida

 

Desde la implantación del dominio español la memoria indígena se convirtió en una memoria marginada, perseguida y contingente. La conquista española quebrantó el canon indígena que hasta entonces había servido para relatar el nacimiento maravilloso del cosmos, el origen de los seres humanos y la fundación de los reinos. En lugar de esa concepción del pasado, la Conquista impuso la interpretación cristiana de la historia y la idea de un desarrollo lineal del devenir humano. Éste fue el nuevo canon que por tres siglos dominó el discurso de la historia instaurado por el conquistador.

Pese a la intensa transformación que la sociedad indígena experimentó en estos años, la visión etnocéntrica que ha dominado los estudios históricos sólo contempló los cambios inducidos por los actores europeos, sin reparar en las acciones emprendidas por los propios indígenas. En los relatos del conquistador o del cronista europeo, el indio no era sujeto de historia: aparecía como mero reflejo de la acción de sus vencedores. En estas obras era frecuente presentar a los indios como seres pasivos que aceptaban sin más los cambios impulsados por sus dominadores.

Memoria indígena es una refutación de ese argumento. Lo cierto es que inmediatamente después de la Conquista, en todas partes los antiguos pueblos y los recién fundados actualizaron sus mecanismos orales y visuales para recordar el pasado, adquirieron algunas de las técnicas europeas para registrar los hechos históricos e inventaron nuevas formas de conmemorar sus tradiciones y heredarlas a sus descendientes.

 

Los esfuerzos por borrar el pasado nativo

y la decisión de los pueblos indígenas de conservar su memoria

 

Al otro día de la Conquista se manifestó el empeño de los vencedores por desaparecer los antiguos dioses, templos y cultos y memorias indígenas, y poner en su lugar sus equivalentes cristianos. Su ideal fue convertir a los indios gentiles en verdaderos cristianos, y a esa tarea dedicaron sus mayores esfuerzos. Uno de los instrumentos más sutiles para borrar la memoria indígena e implantar la cristiana, fue la manipulación del calendario.

Poco a poco las festividades indígenas que celebraban el fin de la estación seca y la llegada de las lluvias, las fiestas de la siembra y la cosecha de los granos, las ceremonias consagradas a la caza y la recolección de frutos, fueron sustituidas por celebraciones cristianas. La fiesta dedicada al dios tutelar del pueblo y a los dioses patrones del linaje fue reemplazada por la fiesta del santo patrono cristiano que se impuso al pueblo. Desde mediados del siglo xvi casi todos los pueblos indígenas fueron bautizados con el nombre de un santo cristiano.

Inmediatamente después de abolir los templos, dioses, fiestas y calendarios indígenas, los españoles iniciaron una empresa gigantesca de desarraigo, al obligar a los pueblos indios a dejar sus asientos ancestrales y ubicarse en nuevos lugares. Las Repúblicas de indios, como se llamó a estos nuevos pueblos, aislaron a la población indígena del conjunto social. Quizá la consecuencia mayor de la política de congregación de pueblos fue la pérdida de la memoria étnica y el desarrollo de una nueva identidad, centrada en el pueblo o República de indios. El resultado fue la creación de una nueva memoria histórica, la historia del pueblo, vinculada a los derechos ancestrales sobre la tierra.

La memoria asentada en las tierras comunales de los pueblos se acendró durante los tres siglos del virreinato porque la tierra continuó siendo el sostén de los pueblos y el bien más apreciado por sus pobladores. Lo que más tarde se llamó Memorial de agravios de los pueblos indígenas, es la suma de los interminables pleitos por la defensa de las tierras que sus representantes promovieron ante los tribunales y el Juzgado General de Indios. Las montañas de papel que forman el archivo de este juzgado dan cuenta de los agravios que obsesionaron la memoria de los pueblos. Esta lucha indeclinable se convirtió en la memoria viva de su existencia, y sus alegatos, en los testimonios donde se resumió la historia del pueblo.

La pérdida de las antiguas instituciones que conservaban la memoria indígena llevó a los pueblos a aceptar las creencias religiosas, las normas políticas y la organización social españolas, pero adaptándolas ingeniosamente a sus propias tradiciones. De este modo los dioses y santos cristianos  fueron festejados en los pueblos indígenas mediante ritos y ceremonias ancestrales. Otras veces, como en el caso de la pasión y muerte de Jesuscristo en la Semana Santa, o de la fiesta en honor de la Santa Cruz (3 de mayo), la ceremonia cristiana se encubrió con ritos campesinos indígenas: se transformó en una celebración que reunía a la mayoría de la gente del pueblo, fortalecía su solidaridad y reforzaba su identidad étnica. Es decir, si la dominación española había negado a los pueblos indios la posibilidad de recrear su propia historia, la compulsión de sobrevivencia condujo a éstos a inventar formas cifradas de conservación de su antigua tradición campesina, entreverándolas con las tradiciones religiosas europeas.

En otros casos, cuando estas formas de sincretismo y mestizaje fallaron, los pueblos encabezaron movimientos radicales de indigenización de los santos, cultos y ritos cristianos que se les habían impuesto, y promovieron una búsqueda de nuevos símbolos comunitarios sobre los cuales asentar sus vacilantes identidades. El ejemplo más conocido de indianización de los cultos cristianos es el de la virgen de Guadalupe. Pero son innumerables los movimientos religiosos que en diversas partes de la Nueva España trataron de hacer de los santos y cultos europeos, santos y cultos indígenas. Entre estos movimientos sobresalen los llamados milenaristas y mesiánicos, los más radicales.

Aun cuando en sus orígenes estos movimientos sólo se propusieron invertir el orden religioso, terminaron por impulsar una inversión del orden social y político. En estos casos el conflicto entre los pueblos indios y la minoría blanca alcanzó una radicalización extrema: el grupo paria exigió la desaparición de la clase dominante y la elevación de los oprimidos al lugar privilegiado. En ninguna otra convulsión social se expresó una crítica tan aguda de la dominación que padecían los pueblos indígenas. Ni fue tan coherente la respuesta para acabar con esas injusticias: erradicar los dioses extraños, crear un culto y un sacerdocio autóctonos, suprimir el tributo y la justicia de los españoles, establecer un gobierno indígena, organizar un ejército dotado de armas imbatibles, acabar con la gente blanca y coronar esa marea exterminadora con la instauración de un milenio indígena.

 

El Estado-nación contra la memoria étnica

 

Sin embargo, el mayor enfrentamiento entre los grupos étnicos tradicionales y la nación se produjo cuando se creó el Estado moderno, el llamado Estado-nación. Al contrario de la nación histórica, el Estado-nación es concebido como una asociación de individuos que se unen libremente para construir un proyecto. En esta concepción la sociedad no es más el complejo tejido de grupos, culturas y tradiciones formado a lo largo de la historia, sino un conglomerado de individuos que se asumen iguales. Luis Villoro observa que esta nueva idea de nación “rompe con la nación tradicional. Un pueblo ficticio de individuos abstractos reemplaza a los pueblos reales; una nación construida, a las naciones históricas”.

El proyecto de Estado-nación que maduró en México durante la segunda mitad del siglo xix, se impuso como misión someter la diversidad de la nación a la unidad del Estado. Los constructores del Estado anhelaban una nación desprendida de las comunidades históricas que habían formado a la nación plural. Puede entonces decirse que en México, como afirma Luis Villoro, la “nación moderna no nace de la federación y convenio entre varias naciones históricas previas. Es un salto”. Se origina “en la elección de una forma de asociación inédita y en su imposición a las naciones históricas existentes en un territorio”. “En realidad, la constitución del nuevo Estado es obra de un grupo de criollos y mestizos que se impone a la multiplicidad de etnias y regiones del país, sin consultarlos. Los pueblos indios no son reconocidos en la estructura política y legal de la nueva nación”.

 

III

El redescubrimiento de la antigua memoria indígena 

 

Durante el siglo xx no hubo reconciliación nacional. Los indígenas continuaron siendo el sector más miserable y atrasado de la sociedad mexicana. Sobre ellos recayeron descalificaciones lacerantes y las apologías más desorbitadas. Aun cuando su presencia no fue negada, casi todos los sectores sociales pugnaron por cambiar su identidad, o imaginaron transformarlos en algo distinto a lo que realmente eran. Con todo, el cambio mayor en la situación del indígena fue obra de los antropólogos. A ellos debemos las políticas que intentaron integrarlos al Estado nacido de la Revolución, y el redescubrimiento de sus antiguas tradiciones.

Lo primero que sorprendió a los antropólogos dedicados a estudiar los pueblos indígenas en este siglo, fue encontrar en ellos una idea de la creación del cosmos semejante a la que habían desarrollado los antiguos mesoamericanos. Los datos aislados que hallaron en sus rastreos iniciales fueron confirmados más tarde por estudios minuciosos que mostraron que la visión del cosmos de los actuales pueblos indígenas está enraizada en el pasado remoto.

A través de un proceso continuo de adaptación y resistencia, los actuales grupos étnicos se mantuvieron fieles a las tradiciones campesinas que a lo largo de siglos los formaron como pueblo y les impusieron una manera de vivir y comprender el mundo. Su concepción del cosmos, al igual que la de sus antepasados, es una concepción campesina del mundo, fundada en la creación maravillosa de las plantas cultivadas y el origen del maíz. Su idea de la división del cosmos y de los mecanismos que regulan el universo se sustenta en los movimientos del Sol, el gran ordenador, junto con la propia actividad agrícola, de las tareas cotidianas, las fiestas y los calendarios de los pueblos campesinos.

Lo sorprendente es que no sólo los tzotziles y los chamulas, pueblos mayas de Chiapas, o los nauas de Chicontepec (Veracruz), compartan las mismas ideas sobre la antigua división del cosmos mesoamericano, sino que otros pueblos, no considerados propiamente mesoamericanos, tengan esas mismas ideas sobre el origen del cosmos y la división del universo.

Los kiliwa de Baja California, por ejemplo, saban que la Tierra estaba dividida en cuatro territorios, orientados hacia las cuatro direcciones del cosmos, y señalados por los antiguos colores mesoamericanos: amarillo el sur; negro el oeste; rojo el norte y blanco el este.

Para los kiliwa, el mundo había sido creado después de varios intentos, hasta que finalmente los dioses produjeron la Tierra y la poblaron de animales y seres humanos.

¿Cómo se explica que al cabo de 500 años de imposición de nuevos dioses, cultos y regímenes políticos, el Estado español, la iglesia católica y los gobiernos nacionales no pudieran cambiar las antiguas creencias de los indígenas? Creo que la respuesta se encuentra en las estructuras internas sobre las que reposan estos pueblos.

Debe recordarse que la práctica de sembrar, regar, desyerbar, proteger, cosechar y almacenar el maíz ha sido la tarea colectiva absorbente de los indígenas desde hace 5 000 años por lo menos. Esta costumbre fue la que creó el vínculo milenario entre el campesino y la milpa, entre el ser humano y la tierra que lo alimenta. Esta práctica cotidiana forjó los lazos de identidad que unieron a un campesino con otro, y fue el crisol donde nacieron las formas de vida campesina que perduran hasta nuestros días.

Dicho con otras palabras: el cultivo del maíz es sinónimo de identidad indígena, de una forma específica de vida campesina. La relación con la milpa fue el cordón que ató al campesino con el ciclo agrícola regulado por el movimiento del Sol, y la unión de estos dos mecanismos ordenadores fijó el lugar donde vivir, el tamaño de la familia, los ciclos de trabajo, la dieta alimenticia, la dependencia ante los cambios de la naturaleza, el culto a los fenómenos que intervenían en la germinación de las plantas y la idea de que sobrevivir, como dice Nancy Farris, es sobre todo una empresa colectiva. Al fin y al cabo la identidad indígena no es más que el conjunto de hábitos que día con día cumplen de modo solidario la familia y la aldea campesina.

La persistencia de la antigua cosmovisión mesoamericana a través de los siglos, y la continuidad de los ritos y tradiciones campesinos obliga a preguntar: ¿cuáles fueron las correas de transmisión de esta memoria milenaria?

En contra de las tesis hasta ahora conocidas, Memoria indígena muestra que estos instrumentos fueron el rito, el calendario solar y el religioso, los mitos y la tradición oral. Estos artefactos casi nunca han figurado en los estudios históricos como almacenadores y conductores de la memoria, y aun hoy no son reconocidos como portadores eminentes de la memoria campesina. Y sin embargo, las evidencias disponibles no mienten: en la tradición mesoamericana y mexicana éstos fueron los principales conductores de la memoria colectiva.

 

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*Instituto Nacional de Antropología e Historia.

 

1 Texto leído por el autor en la presentación de su libro Memoria indígena en el Instituto de Investigaciones Históricas uabc, Tijuana, B.C., 11 de mayo de 2000.