El diario de Edgar Wright,

un aventurero en el Álamo

 

Hilarie J. Heath*

 

La cantidad de relatos, diarios, correspondencia, literatura, que los hechos y el movimiento entorno a la fiebre del oro de 1849 en California suscitó, es en pocas palabras, verdaderamente asombrosa y abrumadora, al tiempo que es un marco distintivo, no sólo del acontecimiento sino también de la época. En contraste, el silencio respecto al hallazgo de oro en El Álamo cuarenta años después, es llamativo, si se considera que la mayor parte de los aventureros que llegaron eran estadunidenses y, en primera instancia, uno podría suponer –o tener la ilusión– que fueran igualmente prolíficos en términos literarios.
     Hay, sin embargo, muchas diferencias entre estos dos movimientos que pueden explicar esta ausencia de letras para el caso de El Álamo, Baja California. La fiebre del año 49 tomó proporciones épicas, había mucho para escribir: se movilizaron las masas, venían de muy diversos rincones del mundo; el mismo llegar fue, para muchos, toda una hazaña; sobrevivir dentro de los campamentos mineros, donde no reinaba más ley que la que imponía la mayoría blanca –hubo una regresión a la barbarie y a la ley darwiniana del más fuerte–, era casi un milagro.
      El Álamo suscitó un movimiento mucho menor. En algún momento llegó a haber alrededor de cinco mil hombres en el distrito buscando oro, pero la gran mayoría estuvo muy poco tiempo –cosa de semanas o algunos meses– y pronto regresaron los aventureros a sus hogares que, también en la mayoría de casos, estaban a sólo unos días de distancia. Y si bien el campamento no estuvo carente de una buena dosis de penuria y sufrimiento –para no hablar de desengaño– en general imperaba el orden y la ley, y el buen comportamiento ante el ojo vigilante del ejército mexicano. Así que, ¿de qué escribían? Pero, la esperanza no muere. Hay que recordar, una vez más, que muchos eran extranjeros –estadunidenses– y al regresar a su país llevaron consigo cualquier escrito, sus diarios y su correspondencia, y hoy lo que no se ha destruido se encuentra en manos o colecciones privadas y es cuestión de rastrearlo. Y como prueba de que sí existe, hace poco me encontré con el diario de un aventurero que llegó, precisamente, a El Álamo en 1889, para buscar oro de placer.1
     Del autor se sabe muy poco: su nombre –Edgar Wright– y, según unas notas introductorias, que era un joven de escasos veinte años. Por la ausencia de información no nos queda más que imaginar que era uno más, entre cientos, que buscaba una salida temporal a la crisis económica que se vivía en ese momento en San Diego, a causa del colapso del mercado de bienes raíces el año anterior. Escaseaban los empleos y como joven, sin familia que dependiera de él, no perdía mucho en ir a “probar fortuna”, pero sin conocimientos y sobre todo, sin capital, difícilmente iba a lograr salir de pobre buscando oro.
Su diario es pequeño, delgado –de “bolsillo” se podría decir– y cubre un periodo de cinco meses, de marzo a septiembre, o sea, justo el periodo de mayor “fiebre” cuando hubo cerca de 5 000 personas en el campamento, si es que hemos de creerle al capitán James Friend.2 Las entradas son casi todas muy escuetas –lo que daríamos por que Wright fuera un poco más detallista– pero hasta eso, elocuentes dentro de su misma parquedad.
     La primera entrada es del día 5 de marzo. Las noticias de que había oro en Baja California, en el distrito de Santa Clara, no tenían mucho de haber llegado a San Diego así que Wright no titubeó en tomar la decisión de irse, y rápidamente reunió un equipo o “compañía” de ocho amigos y suficiente capital como para comprar un caballo por $50 dólares, un par de yeguas en $275 y, se puede suponer, algunas provisiones –comida, cobijas– y las herramientas más elementales que unos inexpertos pudieran imaginar que necesitaban.
     Wright y los “muchachos” salieron el día 7; a las 4 de la tarde estaban en Tía Juana (de lado de los Estados Unidos) donde acamparon, haciendo fila para pasar por la aduana mexicana, cosa que lograron al mediodía del día siguiente. No comenta ninguna dificultad, ningún roce con los oficiales de aduana, ni se queja del tiempo que tuvieron que esperar o de los impuestos cobrados por importación de animales y equipo, temas todos que ocasionalmente eran mencionados en los periódicos. Pero un poco tarde ya, decidieron acampar ese día al lado del Río Tijuana para salir muy temprano al día siguiente.
      La ruta que siguieron los llevó por el valle de Las Palmas, el cañón del Burro, la playa de Ensenada, y finalmente a San Rafael. Allí se enfrentaron con su primer problema o ni siquiera problema, sino inconveniente, pues llovió y no había mucho que hacerle. El año de 1889 fue de mucha lluvia y todavía para marzo, seguía lloviendo. Les llovió el día 13, el día que tomaron el camino al valle de San Rafael –comenta Wright el pésimo estado del camino–; el día 14, cuando llegaron a San Rafael; el día 15, que acamparon en el valle de Santa Clara; y el día 16, que no se movieron. El día 17 ya no llovió, pero permanecieron en el mismo lugar, a escasos veinte millas de las minas, en espera de que se secara un poco el camino. Sin embargo, uno de ellos no aguantó la idea de otro día de demora y se adelantó por su cuenta.
     Ira Bennet, editor del Lower Californian, se encontraba en El Álamo en esos días –nadie se escapaba de la tentación–; escribió para su periódico comentando las “lluvias sin precedentes” de los últimos cuatro días. Además de que tuvieron que parar los trabajos en las minas, la cantidad de agua fue suficiente “para humedecer tanto el espíritu como la ropa” y mucha gente de los recién llegados, vendieron con gusto sus pocas herramientas y se regresaron al ya “pisoteado camino de sus viejos oficios”. De los que estaban dispuestos a aguantar los rigores del tiempo –recordamos que todavía era marzo, que El Álamo se encontraba a poco menos de 2 000 metros sobre el nivel del mar y que todavía se presentaban heladas por las mañanas– muchos se refugiaban bajo los arbustos, envueltos –tiriteando– en sus cobijas empapadas. Otros, ni siquiera cobijas traían y, una vez pasadas las lluvias, hacían fogatas y alternaban entre rostizarse por un lado y congelarse por el otro. El mezcal llegó a venderse muy bien –a $3 dólares la botella– durante esta temporada de fríos intensos,3 ya que era de los pocos tónicos al alcance de los gambusinos. Su eficacia contra el frío era punto aparte. El campamento mismo era un aglomerado de carpas y cobertizos burdos de ramas, todos encimados y parcialmente sumergido en el lodo.
     Este fue el panorama que encontraron cuando llegaron Wright y sus amigos a las dos de la tarde al día siguiente, después de haber salido al amanecer. Wright, se ve, era un hombre de calma pues mientras sus compañeros se pusieron de inmediato a lavar tierra en las bateas, él se dedicó simplemente a observar. Y, al día siguiente, todavía sin prisa, se fue con uno de sus compañeros y el caballo al “Mexican and American gulch” (sic)4 a conseguir provisiones y, con lo que observaron en sus andanzas, tomaron la decisión de moverse de campamento –alejándose del Campo Internacional– a un sitio a cuatro millas de distancia, al lado del río. Solamente en la tarde de ese día, por vez primera, Wright se puso a prospectar un poco, pero sin ningún resultado. Eso fue un miércoles; jueves, viernes y sábado todo el grupo se dedicó a buscar oro, sin encontrar más que miel. Todavía no les apuraba el asunto, ya que Wright comenta que “la pasaron bien”.
     El domingo –los domingos– era rigurosamente día de descanso,5 consagrado a hacer limpieza y un poco de diversión. En las mañanas los señores se bañaban, se afeitaban, se cortaban el pelo, las uñas... y después de atender su cuerpo, lavaban y remendaban su ropa o arreglaban sus herramientas. En las tardes las actividades eran un poco más diversas: unos iban a misa, otros leían o escribían cartas; algunos salían a cazar o a buscar miel, o bien, a tomar y a jugar cartas. El primer domingo de su estancia, Wright escribe que salió a caminar “al pueblo” pero no encontró más que a unos indios borrachos y algunos grupos jugando cartas –poker. Puede ser que en este momento todavía no se habían prohibido los juegos de azar o si los tipos que vio Wright simple y sencillamente hacían caso omiso a la prohibición. Pero para mayo, ya se había dictado la interdicción y en una nota del Lower Californian, se recalcó que esa prohibición se respetaba.6
     Wright nunca mencionó beber licor –lo cual no descarta la posibilidad de que lo hiciera– y tampoco era un hombre particularmente religioso. A pesar de que todos los domingos se celebraba la misa metodista –al principio en una carpa grande–, Wright menciona sólo una vez durante toda su estancia –en el mes de agosto o sea, casi hasta el final– haber asistido a la iglesia y da la impresión que lo hizo más por aburrimiento que por devoción. Es obvio que su experiencia religiosa no le sirvió de mucha inspiración ni fue pretexto para algunos momentos de introspección, pues su único comentario fue: “La guitarra y los mexicanos que cantaban afuera eran más atractivos que el tonto del ministro”.
     Otra distracción pues, además de los mexicanos y su música, era el viejo Manuel, un indígena perteneciente al grupo pai pai de Santa Catarina, quien entretenía al campamento a veces con sus cuentos. Wright se refiere a él, después de algún tiempo, como a “un amigo mío”, amistad que sugiere que Wright aprendió algo de español o incluso, el dialecto pai pai, o bien, el viejo Manuel hablaba algo de inglés.
     Para el lunes 23 de marzo –cinco días después de su llegada– uno de los socios, King, encontró un buen prospecto y “consideraron la posibilidad de trabajarla”. Todo el día martes trabajaron el sitio, y para sus esfuerzos, lograron unos dos o tres dólares en oro. Ante estos resultados, decidieron al día siguiente dividir labores: cuatro se quedaron trabajando; uno salió a Ensenada a buscar correspondencia y provisiones; los demás salieron a explorar el campo –uno regresó habiendo comprado un burrow (sic)– y así transcurrió esa segunda semana, rematando el sábado en la noche, con un “circo mexicano” (hay momentos en que definitivamente se hubiera agradecido que nuestro diarista fuera un poco más generoso con sus palabras).
     La siguiente semana –la primera del mes de abril– empezó bien: Wright y sus socios presentaron dos denuncias de minas en el “Mexican gulch”, a las que denominaron, número 51 y número 527 –no eran nombres terriblemente imaginativos. Keith, el que había ido a Ensenada, regresó con seis cartas. Dos días después, Wright escribe que fue ante el juez por sus papeles de la denuncia, y cometió el error de entrar cargando una pistola, una 6-shooter (seis tiros), siendo que estaba totalmente prohibido portar armas dentro del campamento. Prácticamente desde el primer momento de vida del campo mineral, el gobierno mexicano tomó varias precauciones encaminadas a mantener el orden y recabar impuestos, como una medida preventiva contra cualquier pretensión ulterior que los estadunidenses pudieran formularse al verse reunidos tantos compatriotas en tierra ajena y ya de por sí codiciada. Entre las medidas instrumentadas estuvo el envío de un pequeño cuerpo del ejército y las prohibiciones a las armas y a los juegos de azar. Es posible que se intentara prohibir también las bebidas alcohólicas, pero ante las ocasionales referencias a la presencia de algún borracho y la consabida existencia de cantinas, es claro que este cometido no se cumplió en su totalidad. Pero por lo demás, sí se logró que el pueblo minero de El Álamo fuera caracterizado por ser pacífico y ordenado, rasgo que dejó impresionado a más de un visitante.
     De ahí en adelante, las anotaciones de Wright se vuelven todavía más parcas:

- trabajé
- se enfermó Keith
- dinamitaron
- llovió
- encontraron buena piedra a una milla de distancia (no sabemos quién)
- trabajé
- trabajé…

     Un día, uno de los socios fue al rancho a buscar provisiones, rancho que se encontraba a cierta distancia pues regresó tres días después, con $250 dólares en mercancías. A mediados de abril, Wright escribe haber registrado otras dos denuncias, aunque éstas no aparecen en el Archivo de Minería. Empiezan a pasar muchas fechas sin ninguna entrada.
     El día 25 de abril sacan $500 dólares en oro, la única vez que logran tal cantidad –según manifiesta Wright– y sin embargo, Wright lo considera “muy poco pago” –probablemente, por el tiempo y el trabajo invertido. Y, cosa que quizá extraña, al día siguiente, en vez de seguir trabajando el mismo sitio, que es el que más resultado les había dado, fueron a prospectar al lado oriental del Álamo, sin “encontrar nada”.
     Del 28 de abril hasta el 8 de junio, no hay ninguna referencia a las actividades diarias, a pesar de que, para el 13 de mayo, aparece el registro de una mina denunciada por Wright y dos de sus socios, a la que le ponen por nombre “Los Compañeros”.8 Pero no nos decepcionó Wright. Nuestro diarista ocupa este espacio para explayarse un poco en dos entradas que no tienen nada que ver con la rutina diaria del minero/gambusino. La primera entrada lleva como título los “Indios de la Península y sus costumbres” y contiene trozos de información tomados de sus conversaciones –o una conversación– con su amigo, el viejo Manuel. Los indígenas, al menos los de Santa Catarina, que toma como representativos de los de la península entera, son altos […] y se dedican a la ganadería y a la agricultura, nos dice. Las siembras se realizan en común, después de dividir en lotes el área sembrada, que se asignan a cada individuo. Si alguien, por enfermedad o por ausencia, no podía trabajar su parte, los demás lo hacían por él; pero si se trataba de vil flojera, entonces ese individuo perdía todos sus derechos […] El viejo Manuel le contó, además, que al morir su hija, tuvo que renunciar a toda su propiedad según las costumbres de su gente. Es posible que esta última intimidad le fue hecha con el objetivo de obtener un poco de simpatía. Wright no cuestiona, ni juzga, sólo concluye que “sin duda, los indígenas estaban mucho mejor gracias a la instrucción jesuita que habían recibido”.
     La siguiente entrada consiste en unos versos escritos en un momento de inspiración poética, no muy bien logrados, pero producto ya de la nostalgia, probablemente también del fastidio. Aunque se pueden intuir los cambios en el estado de ánimo de Wright a lo largo de sus entradas, éste es el único momento en que se abre para permitirnos un acercamiento a sus sentimientos. Los versos llevan como título “La fotografía anticuada de mi madre querida”, con lo cual se dice más que suficiente. Es obvio que Wright no tenía novia (y si la tuviera, la pobre tenía de qué preocuparse) y en definitivo, nos permite ver que tampoco tenía gran talento literario.
     Para junio, y ante el éxito no obtenido, empezaron las desave-nencias entre los socios. El día 8, un sábado, después de sacar unos $7 dólares aproximadamente, como fruto de todo un día de labor, se reunieron los socios para elegir oficiales, pero sin llegar a ningún acuerdo. De hecho, alguien sugirió que se separaran, pero ante las miradas fulminantes de indignación de sus compañeros, la sugerencia fue retirada.
Al día siguiente –domingo– Wright fue a buscar abejas y vendió $4 dólares de miel. No era la primera vez que tuvieran más suerte con la miel que con el oro. El día 11, tres días después de las protestas de todos los socios ante la idea de deshacer la compañía, Cox y Keith pusieron un “hasta aquí llegamos” y anunciaron su decisión de retirarse y un día después, se les unió Tompkins.
     Los días 13, 14 y 15, Wright trabajó en los placeres logrando como producto de sus esfuerzos, respectiva y aproximadamente, $3.50, $7.50 y $14.80 dólares, más que un sueldo pero definitivamente, no se trataba de ninguna bonanza.
     El día domingo, tomaron su camino a San Diego los tres compañeros que habían llegado ya a la conclusión que no había mucho que hacer. Se fueron acompañados por la señora Bowers, bruja/vidente que decía fortunas. Quedaban cinco socios en la compañía, señaló Wright.
     El resto del mes, y todo el mes de julio, Wright siguió trabajando en los placeres, sacando un día $4.50, otro día $7.50; otro $1.50 dólares. Un domingo, el viejo Manuel entretuvo a todos con sus cuentos; otro día, el “elemento espiritualista” del campamento (había de todo) sostuvo una sesión de espiritismo, y dos de los socios salieron hacia la sierra. Y otro día, Wright encontró una chispa de “tamaño razonable”. El 4 de julio, día de la Independencia estadunidense, hubo una barbacoa o carne asada (“barbaque”, [sic]) a la que asistieron el jefe político, general Torres, y la señora Bennett.9
     El día 17 lo dedicaron a cavar un pozo que a final de cuentas, no les rindió nada y con eso King, otro de los socios, empezó a preparar sus cosas también para irse. Con King, Wright envió $139.95 pesos para el señor Fitch –en tanto que éste era comerciante de San Diego podemos suponer que era para saldar cuentas–10 y otros $100 dólares para ser depositados en el Commercial Bank de San Diego.
     A finales de julio, hacía muchísimo calor; según el Lower Californian, llegaron a estar a más de 40º C lo que, indudablemente, desanimó a muchos. El primero de agosto, Nickles, el último de los compañeros de Wright (los otros dos seguían en la sierra) empacó sus pocas pertenencias y abandonó El Álamo. Y es al domingo siguiente que los pasos de Wright –sólo, desanimado, deambulando por un pueblo recubierto en polvo, sumido en el sopor, bajo un sol despiadado– lo llevan hasta la iglesia pero, como ya se dijo, sin ningún resultado iluminador. Pero tampoco está dispuesto a darse por vencido, todavía.
     Una vez más, Wright dejó pasar días sin ninguna observación. Para el día 8 de agosto comentó que ya ni siquiera estaba prospectando, aunque para el día 12, cavó un pozo hasta tocar piedra y… nada.
     El domingo 13 se lo pasó preparando sus herramientas para ir a trabajar en el molino del señor Lane.11 Durante las siguientes dos semanas –un poco más, hasta el día 3 de septiembre– trabajó para el susodicho y por el tipo de trabajó que hizo, de poner el piso, es muy probable que el oficio de Wright, o al menos la preparación que había recibido para enfrentarse a la vida, fuera el de carpintero.
El día 16 de agosto cayó una lluvia torrencial y ese mismo día, regresaron Coff y Dedrich de las montañas (sin ningún otro comentario).12
     De nuevo, ante la falta de mayor información, podemos suponer que Wright fue contratado exclusivamente para una obra determinada y al acabar ésta, tomó finalmente la decisión de terminar con esta breve etapa aventurera de su vida. Los días 4, 5 y 6 de septiembre los ocupó en preparar sus cosas –buscar un “burrow”, que es por lo que probablemente se tardó tres días, ya que no ha de haber tenido tantas pertenencias–. El día 7 salió; el 10 a mediodía llegó a San Diego. Fin del diario.
     Y así como Edgar Wright, hubo muchos; unos con un poco más de suerte, otros con menos. Wright aguantó cinco meses de esperanzas frustradas, muchos no llegaron al mes. Había todavía otros, los gambusinos, que dedicaban toda una vida a deambular de campo en campo en busca del oro de placer, pero para ellos, el objetivo era la búsqueda misma y no tanto el hacerse ricos; éstos eran una minoría y por lo tanto, punto y aparte. Dejando a un lado a los gambusinos, todos tenían en común que llegaron sin capital y aún así, con la esperanza de hacerse ricos en poco tiempo; y tratándose de oro, no parece que ni la madurez ni la experiencia hicieran mucha mella en el juicio de algunos hombres. La utilidad –el valor– del diario de Wright es que nos proporciona una percepción del hombre común que llegó a El Álamo, de los cambios en el estado anímico del mismo, de la vida diaria que transcurría dentro del pueblo minero y de la suerte que corrió la gran mayoría. Dada la brevedad de sus observaciones, no hay mucho peligro de que exagerara y por lo tanto, ayuda poner en perspectiva algunos comentarios de los diarios así como darles un toque personal. Así, por ejemplo, si cualquiera sacaba $100, 150, 200 o $250 dólares en un día13 –recordemos que Wright y sus socios en un día lograron $500–, era un día y no todos los días que uno lograba tal suerte. Y, por lo general, ese poco oro que lograron sacar, tocar, contemplar, iba a parar a manos de los comerciantes a la hora de saldar cuentas por provisiones y equipo tomados a crédito. Definitivamente, los comerciantes fueron los que mayor provecho sacaron.
     Wright abandonó El Álamo en un momento de abatimiento generalizado, quizá se hubiera ido antes de no haber conseguido empleo con Lane. Había decaído la actividad debido al enorme calor, la falta de agua y probablemente, el agotamiento del oro de placer más superficial y de más fácil acceso. Pero para agosto-septiembre había llegado la maquinaria necesaria para el trabajo pesado de una mina de cuarzo, así como la madera para cimbrar las minas; asimismo se habían instalado varios molinos de 5 y 10 estampas, las compañías contrataban trabajadores y, al llegar el mes de octubre, empezó a refrescar el clima, con lo cual volvieron los ánimos y la actividad.
     Pero es poco probable que Wright hubiera ganado algo al quedarse. Aunque esto nadie lo sabía, pero ya para esas fechas la mayoría de minas que iban a resultar productivas ya habían sido descubiertas, denunciadas y en su caso, vendidas a las compañías con capital suficiente para trabajarlas. En el mejor de los casos, hubiera logrado contratarse con la Compañía Mexicana de Terrenos y Colonización, de capital inglés, con un posible sueldo de entre $3.50 y 4.50 pesos. Y seguir como estaba no tenía mucho caso, sobre todo si no tenía corazón de minero.

 

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* Instituto de Investigaciones Históricas-uabc.

 

Notas:

1 Diary of Edgar Wright, 1889, San Diego Historical Society.
2 Richard Lingenfelter, The Rush of ‘89. The Baja California Gold Fever and Captain James Edward Friend’s Letters from the Santa Clara Mines, Los Angeles, Dawson’s Bookshop, Baja California Travel Series, 1967. Friend era corresponsal del periódico San Diego Union and Bee, quien llegó a cubrir los acontecimientos de los primeros meses en El Álamo. Fue acusado de ser uno de los instigadores de tanta conmoción –colaborador de los comerciantes– al exagerar enormemente las noticias que mandaba a su periódico.
3 Lower Californian, 28 de marzo de 1889.
4 Se refiere a dos barrancos, separados por cierta distancia.
5 En el primer servicio religioso celebrado en El Álamo, el reverendo Thomas Gray habló precisamente del pecado de trabajar en un domingo. Véase Lower Californian, 21 de marzo de 1889.
6 Lower Californian, 16 de mayo de 1889.
7 Archivo de Minería, caja 4, exps. 65 y 66.
8 Archivo de Minería, caja 4, exp. 224.
9 Probablemente se trata de la esposa de Charles Bennett, empresario de Ensenada con intereses mineros en El Álamo, ya que Ira Bennett, editor del Lower Californian, era –hasta donde se sabe– soltero.
10 Según Lingenfelter, op. cit., en su introducción, los que más ricos se hicieron con el oro de El Álamo fueron precisamente los comerciantes que vendieron todo tipo de provisiones, herramientas, animales, etcétera, no sin antes subirles el precio.
11 Para el 1 de agosto de 1889 tenemos las primeras noticias, en el Lower Californian, de las intenciones de C.C. Lane de instalar un molino Wisell de 10 estampas para trabajar por encargo el mineral o piedra que sacaban de las minas.
12 El Lower Californian, del 20 de agosto de 1889, comenta la tormenta tan inesperada y que causó muchos daños en El Álamo; entre otros, se echaron a perder miles de adobes que habían sido preparados para la construcción de casas; casas a medio construir se derrumbaron; comerciantes vieron cómo las corrientes arrasaron con sus mercancías, todavía almacenadas en carpas mientras no hubiera de otra.
13 Véase Lower Californian, 14 de marzo de 1889.