De los héroes y los demás mitos en general

 

 

Ignacio del Río*

  

“No parece que la capacidad de crear

o de vivir los mitos haya sido sustituida

por la capacidad de explicarlos”.

 

Roger Caillois, ca. 1938

 

Hace unos meses participé en la ciudad de México en el acto público de presentación del libro colectivo El héroe entre el mito y la historia,1 cuyo título es un claro reconocimiento de ese carácter ambiguo que tienen las figuras heroicas con las que todos los hombres convivimos de algún modo y con las que, en un terreno más particular, los historiadores y los antropólogos nos las tenemos que haber constantemente, querámoslo o no. Del texto que preparé‚ para cumplir mi parte en dicha presentación extraigo, para ofrecerlas aquí, algunas reflexiones que pienso que pueden ser del interés de los lectores de esta revista que tan generosamente me da hospitalidad. Verán quienes se decidan a leer las notas que siguen que eso de los héroes y los mitos tiene que ver con las vidas de todos nosotros más de lo que comúnmente imaginamos.

Para empezar a adentrarnos en el tema del héroe resulta primordial que nos hagamos cargo de una cuestión básica que llamaremos la cuestión ontológica: ¿qué clase de entes son los héroes?, ¿qué rasgos los definen en lo general?

 Sin ánimo alguno de ponerme a teorizar sobre estos puntos, sino haciendo más bien acopio de algunos lugares comunes, quiero recordar aquí que los héroes son ciertamente figuras míticas, esto es, figuras construidas y animadas por los hombres y que, al igual que los hombres que las crean, tienen una existencia histórica. No hay contradicción en esto: siendo, como digo, entidades imaginarias, intangibles, los héroes no existen en el Empíreo o en alguna otra especie de ultramundo, sino en un ámbito enteramente terrenal: en las mentalidades colectivas, en los imaginarios vivos y actuantes de sociedades concretas.

Enraizados así en la realidad histórica, los héroes cumplen sus respectivos ciclos de vida: tienen su tiempo de institución o nacimiento, su tiempo de vigencia, acaso su tiempo de inercia y, finalmente, su tiempo de desmitificación, o sea de fenecimiento. Tienen también su espacio, su ámbito de significación, su ámbito social de significación. Construcciones de la imaginación humana, los héroes se transforman, se hibridizan, se escinden, transitan a veces hacia la deificación, siempre en la medida de las necesidades de los hombres que los forjan y los asumen como guías, como ejemplos, como modelos o paradigmas, como legitimadores de la transgresión, como reinvindicadores, como generadores de esperanza. Los héroes no están por encima de las contradicciones o, incluso, las confrontaciones sociales, sino que juegan en ellas, surgen de ellas a veces, las expresan siempre.

El héroe es una figura ideal cuya gestación arranca por lo común de la trayectoria vital de alguna de esas individualidades históricas descollantes de las que hablaba Thomas Carlyle en su clasiquísimo libro y de las que el escritor británico decía que constituían “el alma de la historia del mundo entero”. Pero cuando hablamos de héroes ya constituidos, de héroes ya operantes como mitos, es obvio que no nos estamos refiriendo a hombres vivos o, por mejor decirlo, a hombres en vida, sino a hombres que tuvieron una existencia histórica real o atribuida, pero que en todo caso se transfiguraron al ocurrir su propia muerte, tenida invariablemente como un momento de culminación de una trayectoria excepcional.

Es cierto que muchas veces ocurre que a un hombre vivo se le llega a atribuir una dimensión heroica, vale decir, mítica; pero si hemos de hablar del héroe como una entidad puramente imaginaria es claro que esta condición no podrá ser adquirida por ningún individuo sino post mortem, porque es entonces cuando la imagen del hombre devenido héroe queda libre ya de todas las ataduras y las contingencias de una biografía inacabada y, por ello mismo, incierta. A las insistentes preguntas del poderoso Creso sobre si él figuraba entre los hombres más felices del mundo, Solón, el sabio, replicaba que de eso no se podría decir nada definitivo hasta que el inquisitivo rey hubiera muerto.

A los héroes se les concibe siempre como originaria y esencialmente antropomorfos, aunque puedan desdoblarse en animales o en monstruos fabulosos. Y quiero pensar que es en esa condición formal que evoca su origen y preserva su identidad con el hombre de carne y hueso donde radica ciertamente la virtud de su eficacia simbólica. Pero a los héroes, si antropomorfos, también se les tiene que suponer dotados de cualidades de un orden superior que los constituyen en seres suprahumanos. No son como nosotros ni sus atributos más específicos nos son dables, por más virtuosos, impolutos, sabios, magnánimos, visionarios, arrojados, valientes o fuertes que seamos. Figuras ideales, los héroes son, en último análisis, la expresión de la imposible quintaesencia de las cualidades humanas, la representación de lo humano ideal, es decir, lo humano que nos resulta inalcanzable; y, sin embargo –oh paradoja–, su ser y su destino dependen de nuestra historia, de nuestra pequeña y pedestre historia. Para que un héroe se derrumbe basta con que dejemos de creer en él, basta con que deje de sernos necesario.

Sobre los héroes, entendidos así como lo venimos explicando, y sobre los mitos en general, sobre el modo como éstos se conforman y operan socialmente, se han realizado y se siguen realizando numerosos estudios críticos, hechos por profesionales de la historia o la antropología. Esos estudios nos hacen ver en general que el mito se puede analizar, se puede examinar desde fuera, puede ser objeto de una reflexión de segundo grado, pero siempre a partir del supuesto de que el mito también se vive simplemente, se vive como cosa “natural”, y que si no fuera así quizá no valdría la pena reparar en él. En otras palabras, nos interesa estudiar los mitos precisamente porque son componentes activos de los procesos sociales.

Pero, ojo con esto: erraríamos si dijéramos que los mitos con cosa de sociedades pretéritas o de sociedades contemporáneas rezagadas. Estaríamos también equivocados si pensáramos que, por efecto de su desarrollo histórico, las sociedades humanas se han ido despojando de sus lastres míticos para dar lugar a la ciencia más rigurosa, a la racionalidad, al pensamiento tenido por objetivo. Sólo por pura soberbia podríamos decir que, por virtud de la ciencia y la razón, para nosotros los mitos ya no pueden ser sino meros objetos de estudio.

Más justo sería decir que hay mitos que podemos estudiar porque nos son ajenos y otros que, como decía Ortega y Gasset respecto de las creencias que nos resultan radicalmente vitales, no podemos reconocer como mitos simplemente porque estamos inmersos en ellos y se nos confunden con la realidad. Creo que nos es más fácil admitir que no somos hombres postmíticos si, lejos de concebir el mito como un error o, peor aún, como un autoengaño, lo pensamos como un recurso que los hombres de todos los tiempos han tenido a mano y han utilizado compulsivamente para –uso palabras de Mircea Eliade– “conferir... significación y valor a la existencia”. Tal vez seamos hoy por hoy hombres postmodernos, aunque nunca hayamos entrado de lleno en la modernidad; pero es seguro que no somos hombres postmíticos.

Quiero hacer una última precisión sobre este punto. Los mitos vivos son siempre hijos de su tiempo, y los tiempos cambian. Aunque su función sea esencialmente conservadora, el mito no puede permanecer inmutable ni en cuanto a su contenido simbólico ni en cuanto a su representación formal; para conservar su vigencia tiene que ser actualizado continuamente, tiene que ir ajustándose siempre a las nuevas experiencias históricas de la sociedad o las sociedades que lo portan y se sirven de él, como lo admitía el viejo Jehová en aquella novela de Enrique Jardiel Poncela cuando, durante la tournée que hacía por la Tierra, le preguntó un periodista: “Señor, ¿si volviera usted a crear el mundo lo haría igual?”, a lo que el Supremo Hacedor respondió: “No, por supuesto que no; con los avances tecnológicos de ahora seguramente que lo haría mejor”. No nos extrañemos, pues, si un día descubrimos que los mitos que nos ha tocado vivir a nosotros son virtuales. O doblemente virtuales, puesto que el mito siempre ha sido eso: realidad aparente.

Quizá recurrimos a los mitos porque, en el fondo, nos sabemos frágiles, nos sabemos irremediablemente necesitados. Yo no dejo de preguntarme qué hubiera sido del hombre si no hubiera desarrollado la capacidad de inventar todo aquello en lo que ha tenido necesidad de creer para poder seguir viviendo.

 

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*Historiador, investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

 

Nota:

1 Federico Navarrete y Guilhem Olivier (coords.), El héroe entre el mito y la historia, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas/Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, 2000, 358 p.