Resistencia indígena e instrumentos jurídicos en Baja California |
Lourdes Romero Navarrete
Una de las reacciones sociales al proceso de globalización ha sido la aparición de importantes luchas identitarias en diversas partes del mundo. Este hecho ha puesto de manifiesto, entre otros muchos aspectos, las raíces profundas de la pluriculturalidad, que en México, según lo reconoce el artículo 4º constitucional, tiene su mejor representación en los pueblos indígenas.1 Uno de los movimientos de reivindicación más combativos y enfáticos contra la selectividad social de las ventajas que ofrece la globalización se debe justamente a la organización indígena. Sin embargo, este movimiento de resistencia no es reciente. La persistencia de un segmento significativo de la sociedad cuyas raíces se remontan al periodo de la preconquista, es resultado de un continuo proceso de cambio, resistencia y adaptación a una sociedad que irrumpió en su escenario en situación de predominio. Éste ha sido el proceso experimentado por casi diez millones de indígenas pertenecientes a los 56 grupos etnolingüísticos que habitan en México, entre los que se incluyen las etnias kiliwa, pai pai, cucapá, cochimí y kumiai, del estado de Baja California, las cuales constituyen la única herencia de la población originaria de la península. Según el Instituto Nacional Indigenista, esta población la forman 689 habitantes: 44 kiliwa, 113 cochimí, 141 cucapá, 172 kumiai y 219 pai pai. Estas cifras las colocan dentro de las que el organismo considera en proceso de extinción.2 Si esto ocurre, las cifras registradas en el ix Censo general de población y vivienda, efectuado en 1990, reflejan que este proceso ha sido, por fortuna, sumamente lento. Dicho censo registró 644 habitantes en total: 148 cochimí, 136 cucapá, 41 kiliwa, 96 kumiai y 223 pai pai.3 Conocer la historia de cómo estos grupos han venido concretando mecanismos que les han permitido arribar a la etapa de la globalización conlleva serias limitantes. Eran culturas originalmente ágrafas; pertenecientes, al momento del contacto con la sociedad occidental, a los llamados grupos de cazadores recolectores, por lo que se carece de testimonios indígenas, en tanto las fuentes oficiales exigen un tratamiento cauteloso, no sólo por las ausencias en la información, sino por los sesgos implícitos o explícitos contenidos en ella. Considerando lo anterior, la documentación generada por las instancias coloniales y republicanas son el único corpus que nos permite acceder al estudio de estos grupos. El estudio que ahora reseño, se basó en la fuente que concentra la información más completa y acuciosa que existe sobre el tema, se trata del acervo del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Baja California, que cuenta con la reproducción de la documentación colonial y del siglo xix, proveniente del Archivo General de la Nación, y de otros repositorios nacionales y extranjeros como el del Archivo Histórico de La Paz, Baja California Sur; la Biblioteca Bancroft de la Universidad de California en Berkeley; el convento dominico de Saint Albert College en Oakland, California; y The Huntington Library, en San Marino, California. Otra de las fuentes son los documentos generados con motivo de las solicitudes y reclamaciones agrarias hechas por las comunidades indígenas a mediados del siglo xx, y que ahora se encuentran resguardados en el Archivo General Agrario en la ciudad de México. En este artículo se resumen los resultados de una investigación que tuvo como objetivo analizar de qué forma la imposición de las estructuras jurídico-políticas, tanto del Estado español como del Estado-nación decimonónico, impactaron a las sociedades indígenas del norte peninsular, determinando en gran medida las posibilidades de su sobrevivencia.4 El estudio cubrió de 1773 a la última década del siglo xix (aquí se hará referencia a los acontecimientos ocurridos en el marco de las transformaciones decimonónicas y a diversos momentos del siglo xx, en los cuales se produjeron importantes manifestaciones del proceso arriba mencionado).5 Al igual que el resto de la península de Baja California y del septentrión novohispano, la población nativa del norte peninsular estuvo formada hasta bien entrado el siglo xix, por grupos de cazadores recolectores a los que infructuosamente la Corona española trató de congregar a través de las misiones religiosas.6 Después de dos siglos de intentarlo, su irreductibilidad se hizo manifiesta. En 1833, al decretarse la secularización de las misiones de la Alta y Baja California, el abandono de los establecimientos misionales era prácticamente total. Sin embargo, los informes oficiales sobre La Frontera (denominación con la que se identificaba el extremo norte de la península), emitidos durante la colonia y a lo largo del siglo xix, informaron permanentemente acerca de la existencia de una nutrida población indígena concentrada en el área de las sierras y el delta del Colorado.7 Este hecho no fue fortuito, pues esta zona se distinguió desde el principio de la colonización porque no formó parte del área de ocupación misional. Con excepción de los malogrados intentos llevados a cabo en una parte de las sierras centro-orientales, la cadena de misiones que unió el sur de la península con las misiones de Alta California, se situó en la zona costera del Pacífico, de tal forma que la población que habitaba en las sierras y en el extremo noreste se mantuvieron fuera del hinterland misional, e incluso se convirtieron en zonas de refugio para los catecúmenos que huían de las misiones.
El fin del régimen de misiones y la ciudadanización indígena A partir de 1767, con la expulsión de la orden jesuita (que hasta entonces tuvo a su cargo la evangelización de la península) y las medidas reformistas expedidas en 1769 por el visitador José de Gálvez, los días de las misiones bajacalifornianas estuvieron contados. El visitador emitió un reglamento que confirmó el carácter transitorio de las misiones. Éstas sólo operarían en territorio gentil y donde hubiera todavía un número importante de neófitos; las labores espirituales de las misiones extinguidas, así como la población no indígena serían atendidas por el clero diocesano. El sistema de misiones quedó a cargo de la orden de San Francisco y en 1773 de la orden de Santo Domingo. Aunque el establecimiento de seglares se encontró con obstáculos infranqueables dada la lejanía y escasez de recursos, el reglamento del visitador constituyó un hito definitivo en la cancelación del sistema de misiones en la península, no solamente por la temporalidad, sino porque derogó las prerrogativas políticas que la iglesia había mantenido en la península durante el periodo jesuítico. Las órdenes se sujetarían ahora a un gobierno militar, cuya tarea primordial sería promover la colonización civil y el crecimiento de las actividades económicas. Para la primera década del siglo xix, las medidas de Gálvez habían dado origen a un incipiente urbanismo en la parte meridional, propiciando el surgimiento de nuevos actores sociales, destacando los colonos y autoridades militares, alrededor de los cuales empezaron a conformarse las élites regionales.8 Con excepción de los escasos colonos establecidos en terrenos misionales con anuencia de los misioneros, para el resto de la sociedad la presencia de los religiosos significó uno de los mayores obstáculos para concretar la colonización civil. Entre 1769 y 1821, la rivalidad por el control político de la península entre el gobierno militar y los religiosos fue sistemática, pero más que el poder político, la causa profunda del antagonismo era la propiedad de la tierra. Las misiones estaban asentadas en los únicos sitios que podrían representar algún atractivo para los potenciales colonos, pues poseían obras de infraestructura que, no obstante su precariedad, hacían de los terrenos misionales los sitios más asequibles para asentar a los nuevos colonos. De esta forma, para las autoridades locales la inmigración dependería en gran medida de retirarle a la iglesia el control que tenía sobre los terrenos misionales, sobre todo en el sur, donde la desaparición de neófitos daba a las autoridades la certeza de la innecesaria presencia misional. Bajo estas circunstancias, la pugna política e ideológica por las atribuciones y facultades de las instituciones eclesiásticas que se debatió intensamente a nivel federal en la primera mitad del siglo xix, encontró en Baja California un campo fértil para que esta lucha se desarrollara con extremado encono. En la península, cuestiones como la destrucción de los privilegios de las corporaciones y la promoción de la igualdad social a través del principio de ciudadanía, darían la pauta para el cierre definitivo del sistema misional, de tal manera que mientras en las altas esferas de la política nacional se cuestionaba la legitimidad de las prerrogativas de la iglesia en materia de propiedad en Baja California se impondrían a los misioneros por una razón pragmática: la propiedad, de las misiones o en "manos muertas" debía disolverse en la medida que constituía el principal obstáculo para la colonización. En medio de este panorama, el sector indígena ocupó buena parte de la atención política, pues la definición de su calidad ciudadana resultaba fundamental; si les era reconocida, el derecho les asistía para acceder a las tierras misionales por la vía de la privatización, puerta de entrada a los colonos y al mercado de tierras. Un momento decisivo en el proceso secularizador ocurrió durante la regencia de Iturbide. En 1822 llegó a la península José María López en calidad de representante imperial para presidir la jura de la independencia, sin embargo, su presencia fue aprovechada de inmediato para demandar el cumplimiento de la secularización iniciada por Gálvez, que, como se dijo, no sólo significaba delegar en un miembro del clero diocesano el trabajo evangélico, sino la inmediata transformación del régimen de propiedad sobre los espacios ocupados por las misiones. Según la crónica de Manuel Clemente Rojo, jefe político de la península en la segunda mitad del siglo xix, la intranquilidad generada por el cambio de gobierno y especialmente por el comisionado López, creó tal desorden "al difundir las ideas del nuevo gobierno, que algunos catecúmenos, a la voz de "Independencia", ganaron el camino a las montañas [...] para reunirse con los gentiles de sus antiguas tribus".9 La inestabilidad generada por José María López hizo necesaria su sustitución. El nuevo nombramiento recayó en el prebendado de la catedral de Durango, Agustín Fernández de San Vicente, quien notificó que su antecesor había ocasionado gran incertidumbre entre la población al informar a los "nuevos ciudadanos de las misiones" acerca de la independencia, que éstos habían equivocado la "libertad civil y racional que debían gozar [gracias a] las liberales instituciones, por la corrupción y el libertinaje".10 El remedio, según Fernández, era emitir un nuevo reglamento con carácter provisional, que debía aplicarse en tanto el "soberano congreso constituyente del imperio mexicano" resolviera lo conducente a Baja California. Pero sus medidas, además de resultar contradictorias, avivaron las tensiones con la iglesia. El reglamento consignó que los bienes de las misiones quedarían bajo la inmediata responsabilidad de sus respectivos ministros eclesiásticos, a quienes se debía "respeto y veneración", ya que eran los "padres espirituales" de las misiones, además de que tales bienes no variarían su condición hasta que el gobierno determinara el estado legal de las temporalidades. Pero al mismo tiempo asentó en su artículo 4°, que los neófitos podrían considerarse aptos para gozar de las "libertades civiles", lo cual implicaba otorgarles la opción de salir del ámbito misional. En efecto, el reglamento fue muy claro al afirmar: si en otra parte se les proporcionan mayores ventajas, se les permita hacer uso del derecho que tienen por ley, para poder disfrutar de aquella comodidad que no les puede facilitar su misión.11 Además de decretar esta franca liberación de los neófitos del ámbito misional, ordenó la asignación de un sueldo proporcionado a su trabajo. Lo anterior representaba la introducción de dos cambios importantes en relación con los catecúmenos: primero, les eximía de la obligación de permanecer congregados, y en segundo, les otorgaba el derecho a obtener un jornal, medidas que a pesar de no contar con el aparato judicial y administrativo para aplicarlas de inmediato, alentaron a los sectores civiles y avivaron las tensiones con la iglesia. En este momento, las facultades y funciones de los nuevos órganos de gobierno no estaban aún claras, sin embargo, los ayuntamientos y el jefe político, que ocupaban los niveles más elevados del gobierno local, se mostraron dispuestos a continuar con la secularización a pesar de las lagunas jurídicas.12 Fernando de la Toba, jefe político interino designado por el comisionado Fernández, facultó a los ayuntamientos para realizar el reparto de tierras, pero cuando fue reemplazado por José Manuel Ruiz, éste se adjudicó dicha atribución, procediendo a otorgar terrenos en La Paz, San Antonio, San José, Mulegé y Comondú, además de confirmar la adjudicación del paraje de la Ensenada de Todos Santos –en el territorio de La Frontera– que el propio Ruiz había recibido de manos del gobernador José Joaquín de Arrillaga en 1804, y que ahora cedió a su yerno Francisco Gastélum.13 Con estas concesiones, la primera generación de autoridades independientes iniciaron la privatización de las tierras misionales. Derrotado Iturbide en la capital por la insurgencia republicana, en la península los problemas entre la iglesia y las autoridades se recrudecieron. Como era de esperarse, en Baja California la política secularizadora iniciada por las reformas de Gálvez e impulsada por los representantes imperiales, alcanzó su forma definitiva. En medio de la inestabilidad política, el emergente grupo liberal que tomó el poder en 1824 propuso tres objetivos muy claros respecto de la península: promover la colonización civil, imponer la soberanía republicana y disolver el régimen de misiones. Con este fin fue formada la Junta de Fomento de las Californias en 1824. Ésta debía encargarse de elaborar un plan de acción para el traslado de familias hacia esta inhóspita parte del país, así como de proponer las medidas necesarias para impulsar la economía tanto en la Alta California como en la península. Asimismo, debía administrar el Fondo Piadoso de las Californias que, como se recordará, fue formado por la Compañía de Jesús para financiar la evangelización. La junta quedó integrada por un selecto grupo de personajes conocidos por sus ideas progresistas, como Carlos María de Bustamante, Francisco De Paula Tamariz y Pablo Vicente de Sola (ex gobernador colonial de la península).14 Desde su inicio, la junta se constituyó en una de las instancias que promovió con mayor vigor la secularización. A los pocos meses de su creación, presentó diversos proyectos, entre los que destaca el Plan para el arreglo de las misiones de los territorios de la Alta y de la Baja California,15 en el que manifestó la urgencia de suprimir la función de las órdenes religiosas como mediadoras del control político de los neófitos, sin dejar de reconocer en las misiones lo que llamó "el principio de la existencia política de la península", calificándolas como "fruto del sistema español de descubrimientos y conquistas espirituales", reconociéndolo como un sistema no sólo justo sino absolutamente necesario en aquella época, pero que bajo las nuevas circunstancias fue considerado contrario al espíritu de la república. El plan declaró, en su primer párrafo, que la civilización de los indios se lograría por "la posesión de una propiedad territorial". Para los integrantes de la junta, uno de los graves defectos del régimen misional era que "los gentiles debían renunciar a todos los derechos de su natural independencia para ser catecúmenos" sin esperanza de poseer en plenitud los derechos civiles de la sociedad. Además, se hacía patente que el sistema misional debía ser sometido a severas reformas en la medida en que la mayoría de los centros religiosos estaban en grave decadencia, la que fue atribuida a los malos resultados originados por los hábitos monásticos, al sistema de pupilaje y a la comunidad, que los alejaba de la vida activa y laboriosa y los hacía tan extraños a las demás clases de la sociedad, como lo son las mismas instituciones con que se les educa.16 El propio derecho canónico fue invocado en el plan, advirtiendo que al encargarse de las temporalidades de las misiones, las órdenes religiosas contravenían la disposición del papa Urbano viii expedida en 1633, que imponía a los religiosos misioneros abstenerse de cualquier "cosa que pueda oler a negociación, mercancía y contratación o codicia de bienes temporales". Propuso así que el gobierno reasumiera la administración de los bienes de las misiones y que la evangelización no fuera exclusiva de alguna orden religiosa.17 Estos mismos señalamientos fueron reiterados en el Plan de colonización de nacionales para los Territorios de Alta y Baja California, presentado en 1825, en la Iniciativa de ley que propone la junta de Fomento de Californias, y en el dictamen que dio la junta sobre las instrucciones dadas al jefe político, ambos enviados al presidente de la república en 1827.18 Consecuente con las firmes propuestas de la junta, el comisionado de ésta, José Prieto Ramos, después de visitar la península, envió un informe abonando la postura en pro de la secularización. Adujo que la religión y la humanidad que suponía debían ser "el norte" de aquellas conquistas, estaban lejos de confirmarse en la realidad, pues "la religión es casi desconocida y la humanidad totalmente ultrajada".19 Señaló como principales problemas del sistema de misiones la falta de propiedad, educación y libertad de los indígenas, pues "el que éstos no fueran dueños ni aun de discurrir", desalentaba la creación de "pueblos felices"; en cambio, al otorgarles su libertad, "movidos de las ventajas mercantiles, aumentarían las fortunas, saldrían de la oscuridad y serían más útiles al Estado". Para Prieto Ramos, este sistema impedía la reducción de los "indios salvajes" al infundirles temor al insoportable trabajo al que se les sometía en las misiones y a la "esclavitud" de que eran víctimas, lo cual era la causa de que "anteponiendo la libertad natural que les asistía", huyeran constantemente de las misiones. Hizo énfasis en que bajo el dominio del clero regular, las tierras pertenecientes a las misiones eran ilegales, pues caían en calidad de "manos muertas". Por consiguiente, la secularización vendría a remover el monopolio de la iglesia sobre la propiedad territorial para ponerla a disposición de "ciudadanos productivos", empezando por los propios neófitos. Aseguró que otorgarles tierras en propiedad les permitiría "librarse de su infancia al sacarlos de la mezquina suerte que les toca vivir en las misiones bajo el método que llaman apostólico". El enviado finalizó su informe asegurando que los habitantes de aquellas provincias estaban unánimemente convencidos de "adoptar el sistema imperial de las tres garantías".20 Las propuestas presentadas por la instancia federal fueron ampliamente acogidas por los organismos de representación que empezaron a formarse desde 1825 en ambas Californias. Las diputaciones territoriales y los ayuntamientos surgieron al amparo de las medidas asentadas en este sentido en la Constitución de Cádiz de 1812, y fueron retomadas por la república para dar inicio al cauce legal al sistema de representación ciudadana.21 A partir de 1824, en varios puntos de las dos Californias comenzaron a formarse las diputaciones territoriales. En el presidio de Monterrey, sede del gobierno de ambas provincias, se organizó la Excelentísima Diputación Territorial, fungiendo como presidente de la misma Luis Antonio Argüello. El 8 de enero de 1824, esta diputación aprobó un programa de gobierno en el que fijó entre sus funciones específicas tratar lo relativo a las contribuciones fiscales, relaciones y tratos con extranjeros, supervisión de los ingresos e inversión de los fondos públicos, la justicia civil y criminal y el repartimiento de tierras.22 Simultáneamente a la diputación de Monterrey, en la península fue creada la de Loreto, con las mismas facultades que la primera y, al igual que ésta, aún sin tener fundamento en las leyes generales, se dedicó activamente a asignar tierras a los particulares en el sur del territorio. En unos cuantos años, ambas diputaciones atestiguaron la titulación de numerosos predios ubicados en lugares que habían sido asiento de varias misiones.23 En medio de la ríspida controversia por la legalidad de la propiedad eclesiástica y la calidad ciudadana de los neófitos, la secularización llegó a su punto culminante con la aprobación de la Ley de secularización de las misiones de Alta y Baja California en 1833.
Nuevas interacciones con la población indígena, las alianzas Mientras el tema indígena se debatía en el campo jurídico, las autoridades se enfrentaban al reto de aplicar en los hechos los principios políticos asentados en el discurso. Violentos levantamientos estallaron en La Frontera, en el sur de la Alta California, y se extendieron al Colorado. Ellos dieron marco al establecimiento de un nuevo tipo de interacción entre ambas sociedades. En el territorio de La Frontera había una absoluta desproporción numérica de la población blanca, por lo que en principio los colonos tuvieron la necesidad de convivir con una población que conocía el territorio y eventualmente podía abastecerlos de comida a cambio de algún artículo de escaso valor, pero sobre todo de armas, que para los indígenas empezaron a tener un creciente atractivo. Por otra parte, a pesar de que la milicia asignada para apoyar a los gobiernos militares contaba con un armamento más eficiente y una estructura de poder detrás de ellos, era completamente insuficiente, pues tenía frente a sí a una población nativa en incuestionable ventaja numérica que de haber aglutinado a todos los indígenas en un levantamiento, habría llevado a una derrota segura. La única estrategia para que un ejército mal armado y escaso pudiera enfrentar los levantamientos indígenas, fue la concertación de alianzas.24 Las primeras alianzas pactadas bajo este contexto tuvieron lugar en 1824. José Manuel Ruiz, comandante general de La Frontera, informó entonces que una "revolución de los indios bárbaros gentiles y cristianos de la misión de San Miguel" mantenía asediado al territorio impidiendo remitir las actas respectivas al juramento del Acta Constitutiva de la Federación, tal como lo tenía ordenado el soberano Congreso de la República.25 Informaba que el 21 de febrero de 1824, los indios de las misiones de Santa Inés, La Purísima y Santa Bárbara, en la Alta California, se habían sublevado logrando extender la rebelión hasta La Frontera, en la que participaban "varios indios cristianos de las misiones dominicas, acompañados de alguna gentilidad de aquellas serranías y de las caídas y márgenes del Río Colorado"; todas ellas amenazaban con prender fuego a la región.26 El comandante determinó suprimir la escolta de Santa Catarina y trasladar los pocos soldados y pertrechos a la misión de San Miguel.27 Asimismo, solicitó apoyo del presidio de San Diego para cubrir las bajas sufridas, las cuales habían reducido la guarnición en La Frontera a escasos 22 hombres, que se hallaban –según Ruiz– "sumamente desnudos, sin alimentos y sin cabalgaduras".28 En diciembre de 1824 el comandante Ruiz reportó al ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, que tras la muerte del "cabecilla" Fidelio, neófito de San Miguel, y de otros catorce indígenas más, la rebelión había sido controlada.29 Ruiz atribuyó esta victoria al "valor y disposición" del cabo de escuadra Macedonio González, de quien aseguró había logrado que cesaran los "crímenes y robos en La Frontera"; asimismo; afirmó que el propio González tenía el mérito de haber aplacado la sublevación que no había conseguido ni la partida de 24 soldados enviados desde San Diego, al mando del alférez Santiago Argüello. El informe, sin embargo, omite que el triunfo de González se debía al apoyo del líder indígena Jatiñil, de la ranchería de Nejí, sin cuya alianza González habría sido derrotado.30 La alianza con la tribu de Jatiñil –según refirió el propio líder años más tarde– "siempre fue amiga de los blancos".31 Constaba de más de mil hombres con los que combatió al lado de Macedonio González para reprimir a las tribus kiliwa y cucapá, que durante años –afirmó– se mantuvieron alzados al lado de los de Santa Catarina y San Pedro Mártir.32 De esta forma, la concertación de alianzas con los líderes tribales se constituyó en esta etapa en la principal estrategia para enfrentar a una población no sedentarizada y proporcionalmente en ventaja.33 Pero también se apoyaba en el discurso político de la época que buscaba tener en los habitantes nativos un aliado contra la presencia religiosa en el territorio. Esta circunstancia había creado incluso un ambiente de antagonismo generalizado en contra de los misioneros, que cundió por ambas Californias a raíz de la política secularizadora y que fue capitalizado convenientemente por los soldados. Esta animadversión fue descrita por el fraile Antonio Menéndez de la misión de San Miguel, cuando en 1824 informó que la "indiada" estaba "insufrible" no debiéndose esperar gran apoyo de los soldados pues:
En 1836 de nueva cuenta, la milicia encontró en Jatiñil el apoyo determinante contra el levantamiento que iniciaron los indígenas de Jacumé y de numerosos yumas de la región del Colorado.35 Los líderes de estas comunidades: Martín, Pedro Pablo y Cartucho, comandaron a alrededor de tres mil hombres armados de arco y flecha, lanzándose contra el presidio y la misión de San Diego. Durante varios meses atacaron los ranchos del lugar y a la rebelión se sumaron las tribus de Pedro Zacarías de la ranchería de Jesús María; la de Salvador de la de Tijuana; la de El Cachora, de Cueros de Venado y la de Santo Domingo dirigida por el indígena nombrado el Capitancillo. El alzamiento comenzó con el asesinato de varios indígenas del rancho de San Isidro, a manos de Pedro Pablo y Cartucho. En la crónica de este suceso que escribió Manuel Clemente Rojo años más tarde, refiere que después de dar muerte a los indígenas, ambos líderes se presentaron con el comandante José Antonio Garraleta para explicarle cuál había sido el origen del conflicto con los de San Isidro. Garraleta, luego de escucharles les entregó una nota para que la entregaran al sargento Narcizo Franco, jefe de la guarnición que se encontraba en la misión de Guadalupe, en la nota se ordenaba el fusilamiento de ambos jefes. Sin entender el contenido, los líderes ingenuamente se dirigieron a Franco quien de inmediato ordenó se pasara por las armas a Pedro Pablo y Cartucho. La insurrección se generalizó, Jatiñil, identificado por sus alianzas con Garraleta, tuvo que huir hacia la costa, por la zona de El Descanso, a donde permaneció más de tres años.36 Además de las alianzas, otra de las manifestaciones del nuevo tipo de interacción entre la población "blanca" y la indígena, fue el surgimiento de nuevos asentamientos en terrenos ex misionales. En ellos los indígenas aparecen como pobladores permanentes e incluso como "propietarios" de terrenos. En Santo Domingo, Francisco del Castillo Negrete, informó que su propietario José Espinosa, había otorgado en propiedad algunos terrenos a unos 30 indígenas. En 1851 a la creciente población blanca que se instaló en la Colonia Militar de Santo Tomás se sumó una cantidad semejante de indígenas, característica que no se había dado hasta ese momento. De manera paulatina, la población autóctona se encontró practicando la vida sedentaria y las actividades productivas de los colonos; se fueron conformando comunidades campesinas de origen indígena junto a la creciente población no autóctona con la que iniciaron un paulatino proceso de mestizaje. Un censo levantado en la colonia militar de Santo Tomás (que hacia 1851 era el asentamiento más grande en La Frontera), registró 192 habitantes, de los cuales 72 correspondían a indios y 84 fueron consignados como "gente de razón".37 Sin embargo, la población indígena continuó teniendo una absoluta predominancia numérica. Los informes oficiales emitidos a lo largo del siglo, consignan que en el área de las sierras y el delta del Colorado habitaban entre cuatro o seis mil indígenas viviendo de acuerdo a sus particulares formas de vida.38 Las alianzas se formalizaron a mediados del siglo a través de los nombramientos de Capitanes o Capitanes generales, los cuales fueron otorgados a los principales líderes indígenas por los jefes políticos.39 La asimilación de las estructuras de poder indígena denota la paulatina preeminencia que adquirieron las instituciones políticas del nuevo régimen sobre los tradicionales esquemas de poder indígenas. No se encontraron referencias documentales acerca de los mecanismos que llevaban a la designación de los líderes, sin embargo, estaban asociados a la organización interna de las tribus. Uno de los primeros nombramientos que se conoce fue otorgado por Antonio Chávez, segundo en importancia en la Colonia Militar de Santo Tomás, creada después de concluida la guerra con los Estados Unidos, en virtud de la cual se concedió a uno de los jefes tribales de Santa Catarina de nombre Francisco Ma. de Bellota, facultades para:
En el mismo documento, fechado en 1851, se encargaba a la oficialidad de toda La Frontera proporcionar toda clase de facilidades al tránsito del jefe indígena.41 La alianza con el capitán Bellota fue un logro importante pues los catarinenses siempre se habían mantenido enfrentados a la escolta militar. A la muerte de Bellota la comandancia de Santo Tomás nombró como su sucesor al indígena Bartolo Salgado, capitán de la misma tribu, a quien según Chávez "la gente de Santa Catarina le tenía algún respeto", por lo que al decir de Chávez su reconocimiento oficial aseguraba "mantener en orden y ocupada a la referida tribu".42 Estos nombramientos no solamente garantizaron las alianzas, también significaron la incorporación de las estructuras de poder indígena a la legalidad del gobierno militar, a la vez que se convirtieron en un factor disgregador y generador de pugnas intertribales, incluso deben haber desempeñado un papel importante en la transformación de dichas estructuras.43 Pero para el proceso que interesa destacar, los nombramientos tuvieron una trascendencia definitiva pues estaban vinculados de manera incuestionable al respeto a sus territorios. Si bien no eran títulos de propiedad individual o colectiva, había en ellos un reconocimiento tácito o expreso a sus tierras, cuyos límites se definieron a medida que sus asentamientos adquirieron una condición permanente. Además de dar constancia de un innegable proceso de adaptación, los nombramientos se convirtieron en testimonio de identidad cuando fueron presentados como instrumentos jurídicos para reclamar el reconocimiento y titulación de sus bienes comunales. En el último tercio del siglo xix, el empuje capitalista del suroeste de los Estados Unidos incluyó al valle de Mexicali. Los proyectos hidráulicos de la región baja del Río Colorado y la creciente importancia de la producción algodonera motivaron el interés de los inversionistas en una vasta extensión de los valles de Mexicali (en México) e Imperial (Arizona), sitios de tradicional asentamiento cucapá. A pesar de las reclamaciones hechas por los representantes indígenas, una buena parte de los territorios cucapá pasaron a manos de propietarios particulares. Este fue el inicio de un proceso sistemático de ocupación en otras áreas del norte peninsular donde empezaron a desarrollarse proyectos turísticos o industriales (vinícolas). Simultáneamente, creció la presión y el abierto despojo sobre las tierras indígenas, aún así, no se extinguieron. ______________________________________ Notas: 1 Reforma incluida en el apartado de garantías individuales, artículo 4º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en 1992. 2 Reporte del Instituto Nacional Indigenista, Reforma, México, D.F., 25 de febrero de 2001. 3 ix Censo general de población y vivienda, inegi, México, 1991. 4 Lourdes Romero Navarrete, El impacto de la colonización en la población indígena del norte de Baja California, tesis doctoral, unam, Facultad de Filosofía y Letras-Colegio de Historia, 1999. 5 Como ocurre con sociedades ágrafas, no contamos con documentos emanados del actor principal, esta carencia sólo puede ser subsanada a partir de los estudios arqueológicos, etnográficos y antropológicos. Entre estos estudios destacan: Ángel Ochoa Zazueta, "Distribución actual de los grupos indígenas de Baja California", Calafia, vol. iv, núm. 1, 1979, pp. 21-60. Del mismo autor: "Baja California: diferenciación lingüística", México indígena, suplemento, Instituto Nacional Indígena, México, 1981, núm. 49; Los kiliwa, Instituto Nacional Indigenista, México; Don Laylander, "Una exploración de las adaptaciones culturales prehistóricas en Baja California", Estudios fronterizos, Instituto de Investigaciones Sociales uabc, año v, vol. v, núm. 14, septiembre-diciembre de 1987, pp. 117-124; William Massey, "Archaeology and Ethnohistory of Lower California", Handbook of Middle American Indians, vol. 4, Universidad Texas Press, University, 1966; Julia Bendímez, "Antecedentes históricos de los indígenas de Baja California", Estudios fronterizos, Instituto de Investigaciones Sociales uabc, año v, vol. v, núm. 14, septiembre-diciembre de 1987, pp. 11-46. 6 Véase: Julia Bendímez, op. cit. 7 Informe de José Gandarias, Provincial de Sto. Domingo al virrey, 1793, Archivo General de la Nación (en adelante agn), Provincias Internas, vol. 5, exp. 13, f. 325r; Miguel Martínez, Noticias estadísticas que para el superior conocimiento del alto gobierno dirige el coronel Miguel Martínez, relativas al territorio de la Baja California del que es actualmente comandante propietario, y jefe político superior, 1836, en: Jorge Flores (comp.), Documentos para la historia de Baja California, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1940. 8 Marco Antonio Landavazo, Baja California durante la primera república federal, La Paz, B.C.S., sep-uabcs, 1994. 9 David Piñera Ramírez, Ocupación y uso del suelo en Baja California, México, unam-uabc, 1991, pp. 99. 10 Ulises Urbano Lassépas, De la colonización de la Baja California y decreto de 10 de marzo de 1857, México, Imprenta de Vicente García Torres, 1859, p. 192. 11 Ídem. 12 M. Landavazo, op. cit. 13 Ibídem, pp. 120-121. Sobre la concesión de Ensenada véase David Piñera, p. 102, y el Testimonio de un ocurso girado por José Ma. Bandini por la adjudicación de terrenos en Ensenada, en el acervo documental del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Baja California (en adelante iih): Huntington Library, Col. Stearn, microfilm rollo 164. 14 Sobre la integración de la junta véase: agn, Gobernación, vol. 67 sección s/s, exp. 10; vol. 78, sección s/s, exp. 10, y vol. 135, sección s/s, exp. 4; y sobre el gobernador Sola, nombrado en 1819, véase: agn, Californias, vol. 2a, exp. 16, fs. 252-278r. 15 Junta de Fomento de las Californias, Plan para el arreglo de las misiones de los territorios de la Alta y Baja California; propuesto por la Junta de Fomento de aquella península [sic.] abril de 1925, México, Imprenta de Galván, 1827, p. 6. 16 Cursivas nuestras. 17 Ibídem, p. 11. 18 Idem. 19 Informe sobre las Californias, enviado por José Prieto Ramos, 1824, agn, Gobernación, vol. 34, sección s/s, exp. 7/1. iih-uabc, 1.18. 20 Ibídem. 21 Nettie Lee Benson, La diputación provincial y el federalismo mexicano, México, unam-Comex, 1994. 22 Resolución de la Diputación Territorial sobre el Plan de Gobierno para las Californias, 1824, agn, Gobernación, vol. 92, sección s/s, exp. 15. iih-uabc, 1.44. 23 A pesar de que la reglamentación siempre dispuso llevar un registro de las concesiones, se carece del recuento preciso de los títulos otorgados en este periodo, ya que muchos se hicieron sin la protocolización correspondiente, sin embargo, sus alcances quedaron demostrados en la intensa actividad política que propició en ambos territorios. 24 La política de alianzas tenía sus antecedentes en los reglamentos coloniales expedidos a fines del siglo xviii, en el marco de reformas administrativas que experimentó el Estado español, y fueron renovadas tan pronto se establecieron las autoridades republicanas en la península. En efecto, al asumir el cargo de jefe político de California, el gobierno ordenó a José María Echeandía seguir respecto de las "naciones y tribus gentiles", los principios "pacíficos" contenidos en el reglamento de 1779; tales medios "pacíficos" consistían en: "aprovecharse de todas las ocasiones que se presenten de guerras intestinas entre ellos mismos u otras calamidades que los obliguen a refugiarse a nuestros establecimientos, procurando proporcionarles hospitalidad y socorros y moverlos a que cuando se restituyan a sus rancherías admitan establecimientos inmediatos que puedan servirles de reducciones. Véase: Nombramiento e instrucciones a José Ma. Echeandía para el gobierno de las Californias. 1825, agn, Gobernación, vol. 80, sección s/s, exp. 2, iih-uabc, 2.4. 25 Correspondencia de José Manuel Ruiz, 1824, agn, Gobernación, vol. 9, en iih-uabc, 2.1. 26 Informe de Luis Antonio Argüello, 1824, agn, Gobernación, vol. 67, sección s/s, exp. 2. 27 Informe de José Manuel Ruiz, 1824, agn, Gobernación, vol. 78, sección s/s, exp. 10. 28 Informe de José Manuel Ruiz, 1824. agn, Gobernación, vol. 67, sección s/s, exp. 2. En iih-uabc, Gobernación, 1.50. 29 Informe del jefe político José Manuel Ruiz, 1824, agn, Gobernación, legajo 2042, caja 2539, exp. 21, en iih-uabc, 1.41. 30 Ibídem. 31 Manuel Clemente Rojo, Apuntes históricos de la Baja California (1879), Mexicali, Centro de Investigaciones Históricas unam-uabc, 1987, p. 28. 32 Ibídem. 33 La existencia de conflictos entre las diferentes tribus de La Frontera fueron referidas en 1779 por José Darío Argüello para quien "la indiada" que habitaba las márgenes del río Colorado se caracterizaba por estar "constantemente en campaña unas con otras naciones... unos a otros se roban las mujeres, sus semillas y animales". iih, Bancroft Library, mf., rollo 6. 34 Informe de Fray Antonio Menéndez al presidente de las misiones fray Pedro González. 1824. agn, vol. 78, sección s/s, exp. 10. iih-uabc, Gobernación, 1.50 35 La alianza con la tribu de Jatiñil -según refirió el propio líder años más tarde- "siempre fue amiga de los blancos". Constaba de más de mil hombres con los que combatió al lado de Macedonio González para reprimir a las tribus kiliwa y cucapá, que durante años -afirmó- se mantuvieron alzados al lado de los de Santa Catarina y San Pedro Mártir. Véase: Manuel Clemente Rojo, Apuntes Históricos de la Baja California (1879), Mexicali, Centro de Investigaciones Históricas unam-uabc, 1987. 36 Ibídem. 37 Padrón de habitantes de la Colonia Militar de Santo Tomás, iih, Bancroft Library, mf. rollo 10. 38 Informe de José Gandarias, Provincial de Sto. Domingo al virrey, 1793. agn, Provincias Internas, vol. 5, exp. 13, f. 325r; Miguel Martínez, Noticias estadísticas que para el superior conocimiento del alto gobierno dirige el coronel Miguel Martínez, relativas al territorio de la Baja California del que es actualmente comandante propietario, y jefe político superior, 1836, en: Jorge Flores (comp.), op. cit. 39 Diversos estudiosos de la organización de estos grupos en la etapa precolonial, proponen la existencia de una estructura organizativa basada en unidades patrilocales y exógamas que al parecer estaba experimentando una fuerte dinámica al momento del contacto. Estos cambios han sido estudiados desde la perspectiva etnográfica y antropológica por: Hommer Aschmann, The Central Desert of Baja California Demography and Ecology, Berkeley, Universidad de California Press, 1959, (Iberoamericana, 42), y Don Laylander, "Una Adaptación de las adaptaciones culturales prehistóricas en baja California", Estudios fronterizos, Año v, vol. v, núm. 14, 1987, pp. 117-124. 40 Circular emitida por José Antonio Chávez, 1850. iih-uabc, Bancroft Library, mf. rollo 10. 41 Ibídem. 42 Informe de Manuel Castro, comandante de la Colonia Militar de Santo Tomás, 13 de febrero de 1852. iih-uabc, Bancroft Library, mf. rollo 10. 43 En este sentido, los nombramientos tuvieron la doble función de construcción, peor a la vez de construcción de una nueva etapa en la organización social indígena. |